✊🏼 Veinte días, un relato erótico gay muy especial ✊🏼


Veinte días

I
No lo conocía. No lo había visto nunca. Sabía que tenía 25 y que era gay. Era el sobrino de mi mujer, se llamaba Adrián y venía para quedarse veinte días en nuestro minúsculo apartamento.
Fui a buscarlo al aeropuerto bastante nervioso. Hacía poco que había empezado a frecuentar los baños de un centro comercial donde me pajeaba mirando como otros hombres también lo hacían. Siempre me habían atraído un poco los hombres y últimamente me ponía tan caliente la idea de comerme una polla por primera vez que me había ido haciendo cada vez más osado.
Estaba nervioso porque pensaba que el sobrino de Eva lo iba a saber de alguna manera. Descubriría que también me iban los rabos. Esperaba que por lo menos el chico fuera discreto si me lo notaba. Por cierto, me llamo Juan y acabo de cumplir los cuarenta. Y esta es la historia de los veinte días más calientes y extraños de mi vida.
II
—¿Dónde has dejado a la tita? —Me preguntó Adrián cuando por fin nos encontramos, tras quince mensajes de whatsapp.
—Se marea en el coche. ¿No lo sabías?
—Ni idea. Hace como diez años que no la veo. No me acuerdo mucho de ella.
¿Y por qué te quedas en nuestra casa?,  pensé.
Acomodamos los dos maletones que traía en mi coche y emprendimos el viaje de sesenta kilómetros a casa. Puse música para no tener que hablar con él.
La verdad es que el chico me había sorprendido para mal, aunque no tenía aún muy claro por qué. Tras meditarlo un rato me di cuenta de que me disgustaba que no pareciera gay. Me había hecho a la idea de que Adrián tendría un montón de pluma. No soporto la pluma. Por lo tanto, me debería haber causado buena impresión que no la tuviera. Sin embargo, por algún motivo, estaba molesto con él.
Casi llegando a casa, después de un incómodo viaje sin cruzar palabra, me di cuenta de lo que me molestaba. Adrián estaba bueno. Era el tipo de hombre que llamaba mi atención. Masculino, fuerte pero no de gimnasio. Moreno, guapete de cara, con barba cerrada y más joven que yo. Y gay, lo cual era un recordatorio constante de que no era imposible que pasara algo. Y no podía permitir que pasara nada porque era el sobrino de mi mujer. Aquello era lo que realmente me molestaba. Ojalá hubiera tenido un montón de pluma y hubiera sido flacucho, feo y esmirriado. No me apetecía nada tener la tentación en mi propia casa.
Decidí que sería distante con él. Muy, muy, muy distante.
—Es súper bonito —dijo de pronto Adrián, admirando el paisaje.
—Lo es.
—Me encantaría vivir en un lugar como éste. Debe ser como estar de vacaciones todo el año.
—Pues espera a ver donde vivimos.
Noté que me miraba inquisitivo y tuve que añadir:
—Antes era un hotel. Lo vendieron y el comprador lo convirtió en viviendas. Da la impresión de que vivamos en una habitación de hotel, con la piscina abajo y el mar enfrente. Y las vistas.
—¿Qué piso es?
—Un séptimo, el último. Pero es el edificio más alto de la bahía. Ya lo verás. Las vistas son espectaculares. Y aquí hace calor todo el año. Supongo que eso también influye. A veces yo también lo he pensado, es como estar siempre de vacaciones.
—¿A qué te dedicas?
—Tengo un par de restaurantes.
—¿Y qué tal van?
—Estupendamente, la verdad. Van tan bien que ni siquiera me paso por allí. Los heredé, era el negocio familiar. Yo me limito a cobrar.
—Joder. Tenéis la vida solucionada.
—Supongo que sí. Este año terminamos de pagar la hipoteca y para el próximo queremos meternos en una casa de verdad. El apartamento se nos queda chico y tu tía quiere niños, antes de que se le pase el arroz.
El resto del viaje, los tres kilómetros que nos quedaban, volvimos al más absoluto mutismo. Yo no quería apartar la mirada de la carretera pero era superior a mis fuerzas y cuando él miraba por la ventanilla yo me dedicaba a mirarle disimuladamente el paquete. Se notaba que estaba bien armado.
«Dios mío, dame fuerzas», pensé.
No hacía ni cincuenta minutos que lo había conocido y ya me moría por desvirgar mi boca con él.
III
Comimos en un chiringuito y por fin me enteré de por qué había venido y por qué se quedaba tantos días. Me lo contó Eva cuando Adrián fue al baño.
—Tiene problemas con su ex.
—¿Qué tipo de problemas?
—Le pegaba. El cabrón ya ha pasado unas noches en la cárcel y tiene una orden de alejamiento y todo, pero aun así no lo deja en paz. Adrián necesitaba alejarse un tiempo y le dije que se podía venir aquí. Hasta que decida si se atreve a volver o se busca trabajo lejos. De momento está esperando respuesta de una empresa en Alemania.
—¿Por qué no me lo contaste?
—No preguntaste. Parecía que te la traía al pairo quién viniera. Y me ha sorprendido que hayas preguntado ahora. ¿Te ha dicho algo de su ex en el coche?
—No, qué va.
—¿Entonces?
—Me ha dicho que apenas se acordaba de ti y me ha extrañado que siendo así se quedara con nosotros veinte días.
—Pues ahora ya lo sabes. Pórtate bien con él. Lo ha pasado muy mal.
IV
Después de aquella primera comida quedó claro que durante los próximos veinte días (o los que fueran al final) Adrián iba a llamarme Tito Juan. No se le reprocho. En España solemos hacerlo con los nombres. Alargamos los cortos y acortamos los largos. Juan es un buen nombre para añadirle un Tito. Si me llamara Gumersindo seguramente Adrián habría optado por llamarme Gumi, el ejercicio contrario. Yo le llamaba Adrián, sin más.
Al principio lo de Tito Juan me sonaba infantil pero dos horas más tarde, mientras comprábamos en el mercadona, ya me había acostumbrado.
Habíamos dejado a Eva durmiendo la siesta y con ella habíamos perdido también la mesura. Ya llevábamos dos carritos llenos de porquerías.
—Tito Juan, si te parece, el alcohol lo pago yo.
—Vale.
—¿Tú que bebes?
—Jotabé cola —contesté.
—Yo Cutty Sark con cola light. Y a veces Jägermeister.
—¿Eso no es muy fuerte?
—Lo es. Por cierto. Hay que coger gelatina de fresa.
—Los yogures están por allí. Ya llegaremos.
—No, no. Gelatina en polvos. Para hacer chupitos.
—¿Chupitos?
—De Jägermeister. Verás qué bien entran los cabrones.
—¿Chupitos para comer con cucharilla?
—O para masticar. Y supongo que saldrás conmigo alguna noche, ¿no?
—¿Salir? —Parecía tonto, repitiendo todo lo que me decía.
—De marcha.
—¿Al… ambiente?
—No, hombre. No suelo ir de ambiente. Hay dos discotecas a un tiro de piedra de tu casa, mundialmente conocidas, que no me puedo perder. Así que por lo menos dos noches tenéis que veniros conmigo.
Ahora había incluido también a Eva en los planes, lo cual me desanimó un poco. Me había imaginado pasando la noche con él a solas por ahí hasta las tantas. De todas formas, Eva no es mucho de salir. Seguro que prefería quedarse en casa viendo alguna de las ochocientas series que sigue a la vez.
—Saldremos las veces que quieras —prometí.
—Guay.
Lo de mostrarme distante con él se había ido a la mierda rápidamente.
V
Como había supuesto, tras la cena, las cervezas, los cubatas y los chupitos de gelatina de fresa con Jägermeister, Adrián compartió con nosotros su deseo de salir por ahí y Eva tardó poco en murmurar una disculpa y encerrarse en la habitación a ver The Flash.
Salimos él y yo solos. Nos emborrachamos, bailamos y reímos mucho pero mantuvimos perfectamente las distancias. Creo que no nos tocamos ni un pelo en toda la noche.
De vuelta a casa, a las cinco de la mañana, Adrián me sorprendió quitándose toda la ropa y tirándose a la piscina, que estaba llena de colchonetas.
—Venga, Tito. Ven. Tírate.
—¿No está fría?
—Está perfecta.
Me hice un poco de rogar pero al final me desnudé y me metí en el agua tímidamente.
Estuvimos armando jaleo y peleando con dos colchonetas hasta que se encendió la luz del salón de uno de los apartamentos del primer piso y un viejo asomó la cabeza con cara de cabreo.
—¿Hace falta que llame a la policía?
—No, no —contesté. —Ya nos vamos.
Cuando el viejo volvió a la cama, Adrián me preguntó si de verdad iba a hacerle caso.
—Estoy bastante borracho. Si nos quedamos no tenemos que hacer ningún ruido.
—Vale. Acércate y nos hablamos al oído —propuso.
—No.
—¿Por qué?
—Porque estás desnudo.
—¿Y qué?
—Que yo también lo estoy.
—Vale. Repito. ¿Y qué?
—Que no parece buena idea.
—No te voy a hacer nada, si es eso lo que te preocupa. Seré maricón pero también soy muy respetuoso.
—No es eso.
—Pues ven.
—Vaaale.
Me acerqué prudentemente hasta que nuestros brazos se rozaron. En aquel momento me moría por abrazarlo pero eso no iba a pasar. Adrián se puso a contarme batallitas al oído y se me erizó todo el vello del cuerpo. No recuerdo nada de lo que me dijo. Estábamos muy borrachos. Pero recuerdo la sensación que me producía su aliento en mi oído y todavía hoy me estremezco.
Pese a la cercanía y la desnudez no hubo nada más entre ambos que las sensaciones que me provocaba. Cuando amanecía subimos en el ascensor en calzoncillos llevando la ropa contra el pecho y dejando charcos en el suelo.
Nos duchamos por turnos. Eva le había abierto el sofá cama y le había dejado las sábanas y una almohada sobre la mesa. Le ayudé a hacer la cama, le dije que lo había pasado de maravilla y me metí en mi habitación. Las cosas no estaban raras. Adrián no sospechaba. Bien.
Y al mismo tiempo… mal.
VI
Las cosas no tardaron nada en ponerse raras. De hecho, unas horas más tarde empezamos a liarla parda. Me desperté a eso de las once. Eva dormía como un tronco. Me puse unas bermudas, salí de la habitación, cerré la puerta y entré en el baño a mear. Tanto a Eva como a mí nos gusta dormir hasta tarde por lo que instalamos frente a los ventanales, que ocupan toda la pared, unas persianas  gigantes que cierran de forma hermética. No dejan pasar un resquicio de luz, por lo que tanto en la habitación como en el salón reina una oscuridad casi nocturna, aunque afuera el sol ya esté alto.
Adrián se había dormido con la tele encendida, por lo que su cuerpo sí estaba levemente iluminado. Me quedé un rato observando cómo dormía y al final me senté a la mesa, abrí mi portátil y me puse a navegar. Él estaba acostado con la cabeza en el lado del sillón que tocaba con la mesa por lo que yo veía su cuerpo pero no su cara. De vez en cuando levantaba la vista de la pantalla del ordenador para deleitarme mirándole el paquete. Decididamente tenía un buen rabo bajo el calzón.
Con la cercanía de su cuerpo y las miradas furtivas a su entrepierna no tardé en empalmarme. Me aseguré de quitar el volumen del portátil y abrí una peli porno de xvideos, una donde unos tíos barbudos no dejaban de mamar pollas, algo que me obsesionaba últimamente.
En determinado momento, al levantar la mirada de la pantalla, vi que Adrián tenía puesta la tienda de campaña. Se había empalmado mientras dormía o quizá estaba despierto, no tenía forma de saberlo. Estaba bastante seguro de que yo no lo había despertado. Soy un maestro en el arte de pajearme sin hacer un solo ruido.
Me quedé embobado mirando aquel bulto prodigioso. Podía ver…

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