La muerte nos sienta tan bien…
Capítulo I
Era casi medianoche y no quedaba nadie conmigo en el vagón. Miré otra vez la hora. Aún quedaban veinte minutos para que el tren pasara por mi pueblo. Pero, por primera vez en mucho tiempo, no deseaba llegar a casa. Ya nadie me esperaba allí.
Recosté la cabeza en la cabecera del asiento y cerré los ojos, intentando no pensar en lo que había ocurrido. Aun así, las imágenes del atropello me regresaban a la retina una y otra vez. No quería seguir pensando en ello, era demasiado doloroso.
Escuché un ruido y abrí los ojos. La portezuela del vagón se había abierto y había entrado el revisor, un chico de unos veinticinco años al que nunca había visto, pese a coger aquel tren cada noche.
Le enseñé el billete y me sonrió.
Se fue al siguiente vagón, dejándome solo con el dolor, pero al cabo de unos minutos regresó, y para mi sorpresa me dijo:
—No queda nadie en el tren. ¿Puedo sentarme contigo?
Sin esperar respuesta se sentó frente a mí. Cerré los ojos para no fijarme en que era muy guapo.
—Siento mucho lo de tu chico —dijo.
Abrí los ojos de golpe.
—¿Cómo…?
—Te he visto en la tele. Tienes unos ojos inconfundibles.
No supe qué contestar a eso.
—¿Ya ha sido el entierro?
—Esta mañana —contesté, bastante turbado ante preguntas tan directas.
—No te preocupes. Se te pasará. —Aquí estaba empezando a molestarme su desfachatez, pero siguió hablando y se me pasó el enojo: —He perdido a tres personas muy queridas en los últimos tres años. Una vez que comprendes que siguen vivos mientras tú lo estés, todo se hace más fácil. Fíjate en Michael Jackson. Está más presente ahora que cuando estaba vivo. ¿Cómo te llamas?
—Rafa.
—Yo Julián, pero puedes llamarme Lían. No es tan odioso.
—¿Lían?
—Empezó como apodo en el irc. Ahora todo el mundo me llama así. ¿Quieres hablar de ello?
—¿Hablar de qué?
—De lo que le pasó a tu chico.
—Creo que no.
—Como quieras. Pero te aseguro que cuanto antes lo hagas, antes dejará de martirizarte.
Tras pensármelo un momento, le pregunté:
—¿A quién perdiste tú?
—Primero a mi madre, después a mi padre y hace seis meses, a mi novia.
Mi yo más egoísta, la parte de mi mente que siempre estaba alerta esperando pillar cacho, lanzó una maldición. El revisor guapo era hetero. Después me sentí fatal por pensar eso el mismo día en que había enterrado a mi chico.
—¿Qué le pasó a tu novia?
—Nos tomamos una sopa de champiñones de esas de lata. Al parecer estaba en mal estado. Yo sobreviví, ella no.
—Menuda mierda de vida.
—Bueno, a mí me gusta seguir aquí.
—Me refiero a que es tan fácil irse al otro barrio… Deberíamos venir blindados de fábrica. ¿Denunciaste a la empresa de las sopas?
—No hizo falta. Nos han pagado una millonada por no denunciarles. Tanto a mis suegros como a mí. De todas formas, nuestro abogado dijo que eso era una lotería, que era muy difícil probar negligencias, que la lata podía haberse dado un golpe en el trasporte o en el propio supermercado, y que si íbamos a juicio lo más seguro es que no viéramos un duro.
—¿Y entonces cómo es que os dieron tanto dinero por las buenas?
—Para ahorrarse la mala publicidad. Y ahora me preguntarás que qué hago trabajando, con todo ese dinero en la cuenta corriente. Pues la verdad es que me aburro. Aunque podría cogerme unos años sabáticos tranquilamente. Te toca.
—¿Me toca?
—Hablar de lo tuyo. Seguro que lo que han dicho en las noticias es todo mentira, como siempre.
—¿Qué han dicho en las noticias?
—Bueno, han remarcado mucho que los dos sois chicos, te lo puedes imaginar. Y han hablado de que… bueno, de que los hechos se podrían haber desencadenado al descubrir, tu pareja, una infidelidad por tu parte.
—¿En serio? No me lo creo.
—Lo han dejado caer, al más puro estilo del tomate. La tele está que da asco. Luego han sacado un reportaje de la zona gay, la noche, la coca, el alcohol, el sexo sin control y las pastillas.
—Dios Santo, qué vergüenza.
—A lo mejor si los denuncias también te sacas algo. Yo puedo asesorarte.
—Yo lo que quiero es olvidarme de todo cuanto antes.
—Cuéntamelo. Estarás dando el primer paso.
Lo miré poco convencido, alzando un ceja para enfatizar mi poco convencimiento, pero al final me dejé arrastrar.
—Está bien. Pero tienes que prometerme que jamás saldrá de aquí.
—Soy una tumba. Bueno, nuestras parejas son unas tumbas.
—No sé si me gusta tu sentido del humor.
—Me lo has puesto a huevo.
—Veamos. La historia comienza hace siete meses.
—Adelante.
—Esteban y yo volvíamos de marcha. Yo estaba bastante pedo, Esteban no había bebido nada para poder conducir después. Esto es importante porque no podemos culpar al alcohol de lo que pasó aquella noche.
—Ajá.
—Esteban estaba conduciendo bastante deprisa. Teníamos prisa por llegar a casa porque los dos trabajábamos al día siguiente. En realidad, habíamos salido de marcha después de acudir a un cumpleaños. No lo teníamos previsto. En fin, qué más da. La cuestión es que era noche cerrada y cuando estábamos llegando a casa, Esteban pasó embalado por un paso de peatones y nos cargamos a una chica.
Lían no pareció nada sorprendido llegados a este punto, cosa que en cierta forma me decepcionó. Cómo no hizo ningún comentario, continué.
—Le dimos de lleno. Pasó volando por encima del coche. Todavía veo su cara cuando cierro los ojos, por las noches.
Esperé a que Lían me reconfortara, pero no lo hizo.
—Pues bien. Sé que suena horrible, pero no nos detuvimos. Esteban siguió conduciendo, diciendo que no podía parar, que no podía enfrentarse al hecho de que la hubiéramos matado. Así que guardamos el coche en el garaje y nos acostamos. No llamamos a la policía, no se lo contamos a nadie. Simplemente esperamos. A día de hoy todavía no sé si aquella chica murió aquella noche. No salimos de casa en una semana, no leímos el periódico ni nos conectamos a Internet. No queríamos saberlo. Si la policía se presentaba en casa, cantaríamos, claro. Pero la policía no se presentó. Esteban no volvió a coger su coche. Sigue en el garaje desde aquella noche.
—Entonces, ¿qué le ha pasado a Esteban? ¿Ha aparecido aquella chica con un hacha para vengarse?
—Esteban se ha suicidado. Se ha colgado. Pero no porque yo le pusiera los cuernos, como dices que insinúan en la tele, sino por no haber detenido el coche aquella noche. Era como haberla matado dos veces, por atropellarla y por no prestarle ayuda después. Esteban se obsesionó. Se volvió loco. Le buscó mil y un porqués a lo que había pasado. Los últimos días me echaba la culpa a mí. Decía que en realidad estaba pensando en mí cuando decidió no detener el coche. Que me quería tanto que deseaba ahorrarme el mal rato.
—Debe haber sido un infierno vivir con eso.
—Ha sido un infierno vivir con él, más bien.
—Veo que a ti te afectó menos que a él, lo de esa chica.
—Sé que te sonará cruel, pero yo no iba al volante.
Al decir eso, me di cuenta de que el tren se había detenido y me puse en pie.
—Tengo que irme.
—¡Espera!
—Es mi parada.
—Quédate, por favor.
—¿Por qué?
—Porque lo que me acabas de contar se le cuenta a un amigo, no a un desconocido, y si te vas ahora, seguiremos siendo desconocidos.
—Pero es mi parada…
—Quedan sólo tres para fin de trayecto. Acabo mi turno ya. Te puedo acompañar a tu casa en coche. Igual atropellamos a otra tía en un paso de peatones.
—No debería quedarme, después de escucharte decir cosas como esa.
—Pero, ¿te quedas?
—Qué remedio —dije, al comprobar que las puertas se habían cerrado y el tren volvía a ponerse en marcha. —Pero tienes un sentido del humor bastante retorcido, que lo sepas.
—Forma parte de mi encanto.
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Lo cierto es que no sabía qué pensar de Lían. Me daba un poco de miedo. Acababa de mostrarle mi lado más oscuro, al hablar mal de mi novio recién enterrado y desentenderme completamente de lo que le habíamos hecho a aquella chica. Esteban se había suicidado. Eso no decía mucho en mi favor. Yo no había sabido apoyarlo. No había compartido la culpa. Había dejado el peso de lo ocurrido aquella noche sobre sus hombros y él no lo había soportado. En cierta manera, el suicidio de Esteban sí era culpa mía. Seguro que Lían lo había captado al escuchar mi relato, y en lugar de dejar que me marchara, decía que quería ser mi amigo.
Había algo extraño en ello (que hay algo extraño en mí ya lo sé, pero yo vivo conmigo y he de quererme, no tengo más remedio). Había algo enigmático en Lían, algo que me asustaba. Y que me atraía.
Tenía el coche aparcado junto a la estación. Era un Ford Ka del año de la pera y daba la impresión de que iba a caerse a pedazos en cualquier momento.
—Para ser un nuevo rico, tienes el coche que da pena.
—Lo sé. Pero le tengo cariño. Era el coche de mi novia.
—Touché. No hago más que meter la pata esta noche.
—Algún día comprenderás que hablar de los muertos no es meter la pata, y que nada de lo que hagas o digas en este mundo está mal hecho o mal dicho.
—Ya van dos.
—¿Dos qué?
—Ni me gusta tu sentido del humor ni tu filosofía barata.
—Rafa… Ya sé que te he prometido llevarte a tu casa, pero… ¿te vienes a la mía?
—¿Por qué habría de hacer tal cosa?
—Porque encajas.
—¿Que encajo? ¿Dónde encajo?
—Tengo un agujero en el sótano en el que meto cuerpos. Hay sitio para ti.
—¿Me estás amenazando?
—Te estoy pidiendo que vengas a llenar un hueco. Es algo bonito.
—Meter mi cuerpo en una zanja llena de cadáveres no es algo bonito.
—¿Vienes?
—De acuerdo. No tengo nada mejor que hacer. Pero prométeme que saldré vivo.
—No puedo prometerte eso. La gente se muere en los sitios más raros. El mundo es un lugar extraño.
—El mundo es un periódico.
—¿Ves? A mí tampoco me gusta tu sentido del humor. Ya tenemos algo en común.
Durante el trayecto seguimos manteniendo una conversación igual de estúpida, pero admito que me lo estaba pasando bastante bien, cosa que no esperaba de aquel día. Cuando llegamos a su casa, aparcó el coche y me miró.
—Éste va a ser nuestro último momento a solas esta noche —dijo.
—Qué interesante. No vives con tus padres porque me has dicho que habían muerto. ¿Quién más hay en tu casa? ¿Guardas ahí arriba el cadáver de tu novia?
—Éste va a ser nuestro último momento de soledad esta noche. No lo jodas.
—Vale.
—Antes de subir quiero que sepas que me gustas.
—¿Te gusto?
—Físicamente.
—Creía que eras hetero.
—Yo lo creía también hasta que dejé de serlo.
—Vale.
—Me gustas físicamente, también intelectualmente, y es posible que algún día incluso me enamore de ti.
—Vaya…
—Ya está.
—¿Ya está?
—Tenía que decírtelo antes de subir. Ya sabes… para tener algo de ventaja.
Y salió del coche.
—Oye —dije, saliendo detrás suyo. —¿No quieres saber si tú también me gustas?
—No quiero que digas nada de lo que tengas que arrepentirte dentro de unos minutos —otra clara alusión a lo que nos esperaba en su casa.
Decidí hacer caso del consejo. No dije ni mu y lo acompañé escaleras arriba bastante intrigado.
Sacó las llaves. Dentro del piso se oía una televisión, a bastante volumen. Abrió la puerta. El pasillo estaba a oscuras. Lían me cogió de la mano y me dijo “Ven”.
Dejé que me llevara, obediente, hasta el salón. Vi una televisión de tropecientas pulgadas y reconocí la película El orfanato, (una de miedo).
Había siete hombres repartidos entre dos sofás y unos cojines. Las edades oscilaban entre los 20 y los 35. Pero lo curioso es que eran todos muy guapos, cada uno a su manera. Era como una colección de tíos de ensueño. Eran demasiado guapos para coexistir en la misma habitación sin que explotara el planeta o, por lo menos, se desquebrajasen las paredes.
—Hola —dijo Lían.
Hubo siete holas simétricos por parte de sus amigos. Alguien puso la pausa en el dvd y alguien más encendió la luz.
—¿Es él? —Preguntó uno de aquellos tíos de ensueño.
—¿Lo has traído? —Preguntó otro.
De pronto me sentí como un perrito indefenso acorralado en la esquina de la cocina después de hacerme pipí donde no debía. Estaban hablando de mí. Había un plan preestablecido para llevarme a aquella casa. Sentí miedo, lo admito.
—Se llama Rafa. Y cumple las condiciones —explicó Lían.
Empecé a preguntarme si iba en serio lo de llenar un hueco del sótano con mi cuerpo.
—Lían… ¿Podemos hablar un momento en la cocina? —Propuse.
—Está asustado —dijo alguien.
—Llévalo a la cocina, Lían. Nosotros veremos acabar la película.
Lían me condujo hasta una cocina enorme muy bien equipada y en la que, supuse, no habría ni una sola lata de sopa.
—Explícate antes de que salga corriendo por la puerta.
—Vivo con ellos.
—Ya lo veo.
—Vi las noticias con ellos. Te vimos en las noticias.
—Sigue.
—Les dije que te conocía. Que coges el mismo tren todos los días.
—Yo nunca te he visto.
—Tú nunca ves a nadie. Te pasas el viaje mirándote las manos y escuchando música.
—Puede ser.
—Así que les dije que si te veía en el tren hablaría contigo, a ver si cumplías el perfil. La verdad es que no creía que te viera esta noche. Yo no fui a trabajar cuando enterré a mi novia.
—Yo he ido para mantener la mente ocupada. ¿Qué es eso de cumplir el perfil?
—Bueno… Mis compañeros y yo formamos parte de un club. Espera, te los presentaré.
Volvimos al salón. Lían le quitó el mando a uno de los chicos y volvió a parar la película.
—A ver, poneos en fila.
Los chicos obedecieron, sonrientes. La verdad es que parecían como una pandilla de críos reunidos para hacer una fiesta de pijamas, solo que con más años y seguramente mucho más pelo en los huevos. Me pregunté si realmente vivían todos allí, como afirmaba Lían, o sólo se reunían en su casa de vez en cuando.
—Muchachos, éste es Rafa.
—¡Hola Rafaaaa! —Dijeron todos a la más pura tradición de alcohólicos anónimos. —Te queremos —añadió uno por lo bajini, para más inri.
—Rafa ha perdido a Esteban, su novio. ¿Era tu novio o tu marido, Rafa?
—Novio, novio.
—Ha perdido a Esteban, su novio. Se ha ahorcado.
—Qué horrible —dijo alguien.
—Lo siento mucho —añadió otro.
—Algo malo habría hecho —dijo un tercero.
Alguien le dio un codazo al tercero.
—Aún no sabe si se va a unir al club o no. Primero quiere conoceros.
—Lógico, lógico.
—Bien. Rafa, éste es Juan a Secas —dijo Lían, presentándome al primero de la fila, un oso precioso, moreno y con los ojos azules, y una barba que daba ganas de acariciar.
—¿Juan a Secas? —Pregunté.
—Es que hay dos Juanes —el segundo Juan, un tío musculoso, rubio y descamisado levantó la mano y se encogió de hombros. —A él lo llamamos Juan al Cubo. Bien, pero ahora estamos con Juan a Secas. Juan a Secas perdió a su pareja el año pasado. Pero que te lo cuente él.
—Se llamaba Tomás y era controlador aéreo. Pero no lo pisó un avión ni nada de eso. Le dio un ataque cardiaco fulminante durante una maratón.
—¿Por qué bailas, Juan a Secas? —Preguntó Lían, en tono jocoso.
—Me estoy meando, pero me daba mal rollo ir al baño. Acabamos de ver la escena de la vieja atropellada. Qué yuyu.
—Anda, ve.
Juan a Secas salió disparado.
—Éste se llama Néstor. Su mujer y sus dos hijos, que sólo tenían dos y tres añitos, murieron en un accidente de tráfico, hace unos tres años.
—Venían de ver a mi suegra. La mujer es un coñazo, no me extraña que Lola se durmiera a la vuelta.
—En realidad, no están claras las causas del accidente —explicó Lían.
—Seguro que se durmió. Se dormía por las esquinas —dijo Néstor.
Lían me fue presentando al resto. Todos habían perdido por lo menos a sus parejas, y ninguno tenía problemas en hablar o bromear sobre ello.
—Y éste es Gerardo —dijo Lían cuando llegamos al último. Gerardo era bastante extraño. Vestía de negro hasta el cuello. Estaba pálido, pero eso no lo hacía menos atractivo. Tenía el pelo negro y muy largo. Le llegaba más abajo de la cintura. Parecía un vampiro sacado de una novela erótica. —Su novio murió la semana pasada. No ha querido contarnos cómo, pero sospechamos que lo mató él mismo para poder entrar en nuestro club.
Gerardo sonrió enigmáticamente al escuchar aquella presentación, pero no dijo nada.
Tras las presentaciones todo el mundo se sentó para terminar de ver la película y Lían me llevó a su habitación.
—¿Qué te han parecido?
—¿Sinceramente? Un poco locos. Y están buenísimos.
—¿A que sí?
—¿Hay que estar bueno para entrar en el club?
—No, no. Eso ha sido fruto de la casualidad. Además, tú rompes la norma.
—Muchas gracias.
—No, no. Quiero decir que rompes el molde. Estás mucho más bueno que ellos.
—Repito. Muchas gracias. Pero no es verdad. Oye… Hay mayoría de gays. ¿Es por algo en especial?
Lían tardó un poco en responder.
—Ha salido así. Primero conocí a Néstor, hará unos cuatro meses. En realidad ya lo conocía de vista, de una cafetería que frecuentamos. Un día nos pusimos a hablar sin más y me contó lo de su mujer e hijos y yo le dije lo de mi novia. Hicimos buenas migas y después de pasar dos días juntos acabamos en mi cama. Hasta ese momento ni él ni yo habíamos estado con hombres, así que fue una experiencia nueva y excitante para ambos. Durante unas semanas creímos que nos habíamos convertido en una pareja, pero después la pasión se agotó y nos dimos cuenta de que no había más química. Luego se fueron sumando los demás, de forma espontánea. Es como si tuviéramos un imán para viudos guapos. No sé cómo fundamos el club ni por qué acaban todos viniéndose a vivir conmigo, pero me gusta. En cuanto a lo de la mayoría de gays, la verdad es que no creo que ya podamos aceptar a hombres muy heteros ni a mujeres en el club, porque esto se ha convertido en un puterío, todos se enrollan con todos, y no sé si eso podría incomodar a un hetero poco dado a los excesos.
—¿Todos con todos?
—Básicamente. Va por rachas. Se van formando parejas o tríos y se van disolviendo. No sé en qué consiste, yo no participo.
—¿En serio?
—De veras.
—¿Y por qué no participas?
—Porque yo sí que me enamoré de Néstor.
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