Fuimos a los grandes almacenes de “La Muesca Alemana”, un complejo comercial algo pijo, con siete plantas y un supermercado carísimo en los bajos. Primero miramos libros, a ver si había novedades de nuestros autores favoritos, y luego nos pasamos por el espacio de música, aunque de ahí, en un principio, no íbamos a comprar nada. Hasta que vi que el grupo favorito de Marcos había sacado una caja especial y me hice con ella al instante.
Sergio pareció tras eso mucho más distendido, como si el hecho de que yo
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volviera a ponerlo todo en su sitio. Yo me preguntaba qué pensaría si supiera que no pensaba rendirme tan fácilmente.
Subimos con Marta un par de plantas porque estaba buscando un ratón para su portátil (el puntero táctil le iba fatal), y buscándolo se hallaba cuando Sergio anunció que se iba al baño y me preguntó si yo también tenía que ir. Busqué algún signo de lujuria en su mirada pero solo vi indiferencia.
—Sí. Yo también voy —me apunté, sintiendo, de todas formas, que algo había cambiado de pronto en el ambiente.
—Yo me quedo aquí —dijo Marta. —Y si no estoy por aquí estaré mirando los iPads.
Seguí a Sergio a través de los interminables pasillos del centro comercial
Hasta el baño de caballeros de aquella planta, situado junto a los ascensores
Entramos al baño y descubrí que tenía doble puerta y entre medias un cuartito de un metro cuadrado. Eran unos baños perfectos para liarse a comer pollas, ya que si alguien llegaba se oiría la primera puerta y al que estuviera dentro, comiendo rabos agachado, le daría tiempo a levantarse y disimular.
Me repetí mentalmente que no iba a pasar nada, que estaba viendo fantasmas y que Sergio se estaba comportando conmigo como si yo fuera hetero y nunca le hubiera echado los tejos. Quería que todo entre nosotros respirara normalidad, hasta ir a mear.
Dentro del baño no parecía haber nadie. Al fondo, cinco urinarios, y a la derecha de los mismos, dos retretes con puertas cortadas por arriba y abajo. Sergio abrió ambas, como si quisiera comprobar que realmente no había nadie más que nosotros.
—Estás un poco raro —le dije.
—¿Por?
—No sé. Estás raro.
—Solo voy a mear. —Y se bajó la cremallera
pero no se colocó delante de un urinario, sino que se la bajó mirándome a mí. Yo clavé la vista en su entrepierna.
—Y ahora me la saco para mear —dijo.
Luchó un poco con sus calzoncillos y sacó su polla medio dormida por la abertura de la cremallera y luego sus enormes huevos. Se sacudió la polla, arriba y abajo, ante mi atenta mirada.
—Y ahora tú te agachas y me haces una mamada
No esperé a que cambiara de opinión. Me puse allí mismo de rodillas y acerqué la cara a aquella polla que tanto deseaba comerme y que Sergio, en un ataque de locura, me estaba ofreciendo.
Tomé su falo con la mano, despacio, con cierto ritual. Comprobé cómo iba adquiriendo todo su tamaño a mi contacto.
Acerqué mis labios al prepucio al tiempo que aspiraba su olor a macho y…
escuchamos cómo se abría la puerta externa del baño. Sergio se giró automáticamente e hizo como que meaba. Yo me levanté despacio, enfadado con el universo, y empecé a sacarme la polla también para disimular. Un tipo tan robusto como Sergio, aunque con la barba más cerrada y, por lo que se veía saliendo del cuello de su camisa, muy, muy peludo, se sacó su bate de baseball del pantalón de ejecutivo y se puso a mear en el urinario que estaba a la izquierda de Sergio.
A éstas, Sergio seguía haciendo ver que estaba meando pero con una rápida miradita por mi parte desde el urinario de su derecha descubrí que seguía empalmadísimo, así que empecé a tocarme la verga disimuladamente, pensando en lo que me esperaba en cuanto se fuera el intruso. Pasaron cosa de sesenta segundos y nadie se movía.
El tipo peludo ya había acabado de miccionar, y de sacudírsela vigorosamente
pero aún seguía allí. Vi como Sergio le echaba una mirada disimulada a su miembro. No pudo esconder su asombro.
El peludo empezó entonces a hacerse una paja sin ningún disimulo, separándose del urinario y colocando su pollón a unos centímetros de la mano izquierda de Sergio, que me miró con incredulidad. De pronto el peludo dio un empujón de caderas y golpeó con la cosa bárbara la mano de Sergio, y éste se apartó, guardándose como pudo la polla enhiesta en el pantalón. El desconocido me miró y se señaló el vergajo a lo que contesté que no con un movimiento de la cabeza. Entonces se guardó el colosal cacharro y su mata de pelo púbico y se fue, quizá en busca de aseos más concurridos.
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De nuevo solos, Sergio se puso a lavarse las manos mientras se miraba en el espejo. Tenía una expresión de lo más extraña.
—Explícame qué ha pasado —me pidió.
—Ese tío quería rollo.
—¿Aquí? ¿En La Muesca Alemana? No puede ser.
—¿Por qué? Nosotros hemos venido al baño para eso.
—¿Quieres decir que esto es habitual?
—Continuamente. En todas partes.
—¿Y por qué nunca me he dado cuenta?
Me acordé de cuando, años atrás, se sorprendió cuando le expliqué lo que era un cuarto oscuro. Me di cuenta de que el pobre no había evolucionado mucho desde entonces.
—No te has dado cuenta porque no vienes pensando en sexo cuando vienes a mear.
—¿Ese tío me la hubiera comido?
—No sé.
Creo que prefería que tú se la comieras a él.
—Pero habrá que sí estén dispuestos a hacerme una mamada.
—Eh, grandullón. Conmigo tienes de sobra.
—Tendríamos que volver. Marta empezará a preocuparse.
—Y una mierda —lo cogí de un brazo y lo arrastré conmigo a uno de los retretes.
—Pueden vernos —dijo, señalando la puerta.
—Por mí como si se la menean.
Cerramos la puerta, me senté en la tapa del retrete y empecé a acariciar el tremendo bulto que hacían sus pantalones, restregando mis mejillas. Era delicioso sentir su dureza contra mi cara.
—¿Quieres polla? —Me preguntó.
Para no tener experiencia con tíos sonó con el tono adecuado para que no me entrara la risa.
—Quiero polla.
Se desabrochó el pantalón, bajó la cremallera y dejó el slip a la vista.
—Sácamela tú.
Cogí la tela azul, estiré hacia mí y le saqué la verga y sus perfectos cojones por el lado derecho del slip, cosa que pareció gustarle porque su rabo alcanzó de nuevo todo su envidiable tamaño.
—Y ahora métetela en la boca, antes de que entre alguien más.
Obedecí y Sergio puso los ojos en blanco.
—¿De verdad nunca te han hecho una mamada? —pregunté de pronto.
—Calla y chupa, cabrón.
—¿En serio?
—No. Nunca. Tú eres el primero. Disfruta y calla.
—Dios, que pedazo de polla tienes.
—Chupa.
—Y cómo… sabe…
Con los labios alrededor de su capullo, cogí con la mano derecha muy suavemente su escroto, sopesé sus cojones con deleite y poco a poco me introduje toda su polla en la boca. Sentir su deseado miembro por fin llenándome la boca, comprobar que Sergio tenía la polla más enorme que hubiera saboreado, hizo que me recorriera un escalofrío de placer.
Sentía una sensación extraña en la base de mis huevos, como una corriente eléctrica placentera que me avisaba de que mi grado de excitación estaba al máximo y que mi corrida sería legendaria.
Mi verga empezó a pedir a gritos un poco de atención y mientras iba probando el sabor de su precum me saqué la polla y empecé a pajearme lentamente, disfrutando con todos los sentidos de aquella experiencia largamente esperada. Sergio parecía estar hipnotizado. No apartaba la vista de mi boca. Parecía gustarle especialmente el ver su enorme polla llena de mi saliva, así que le concedí el placer y cada poco me la sacaba de la boca para que se la pudiera contemplar mojada y en todo su esplendor.
—Joder… —soltó.
—¿Te he hecho daño?
—¡Qué va! Joder, qué gusto…
Me afané en hacerle la mejor mamada que hubiera dado nunca, cosa para la que estaba perfectamente motivado. Sergio me puso las manos sobre la cabeza y empezó a acariciarme el pelo, las orejas, la frente, mientras yo empezaba a acelerar la mamada porque sentía su urgencia.
—Dios, es mucho mejor de lo que creía.
—Seguro que es mejor que cuando te dio por follarte tres globos de agua.
—Calla y sigue mamando.
—A la orden.
Se nos olvidó completamente Marta.
Le comí la polla y los huevos durante lo que parecieron horas
sin que nadie entrara en el baño a molestarnos. Sergio poco a poco se iba desinhibiendo, me agarraba más fuerte, hacía tímidas intentonas de follarme la boca y suspiraba con más fuerza. Yo estaba a punto de correrme de gusto pero él no tenía suficiente.
—Chupa, cabrón. Traga. Así. Más rápido —pedía.
Y yo obedecía encantado de la vida. Hasta que se me fue la mano con la paja que me estaba haciendo y sentí que me venía la corrida. Me puse de pie, me di la vuelta dispuesto a descargar sobre el water, y le di dos meneos a mi polla antes de soltar el primer chorro.
Sergio me bajó los pantalones y los calzoncillos del tirón y me pegó la estaca en el culo, masajeándome así las nalgas con su miembro
mientras yo me corría como un condenado llenando de chorreones de espeso esperma la tapa bajada y el resto del retrete. Antes de que terminara, Sergio había cerrado los brazos en torno a mi pecho, acariciándome las tetillas por encima de la camiseta, y me daba besos en el cuello, mientras su polla seguía cuan larga y gruesa era ubicada entre mis nalgas, frotándome toda la raja del culo arriba y abajo, una y otra vez.
Durante unos minutos nos quedamos así, con su duro miembro en mi trasero moviéndose rítmicamente arriba y abajo, y su boca respirándome en la oreja.
—¿Quieres que te la coma? ¿Quieres correrte en mi boca? —Pregunté.
—No. No voy a correrme —susurró.
—¿No? ¿Por qué?
—Porque debemos irnos. Te comerás toda mi leche, pero con más tiempo.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Este fragmento pertenece a uno de los relatos eróticos gay que puedes encontrar en el libro Que no te vea pasar hambre.
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