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—No puedo dejar de pensar en lo que despertaste en mí sólo con tus dedos y unas caricias. Quise creer que era algo sexual, porque así no peligraría mi matrimonio, pero ahora sé que es mucho más que sexo. Es el afecto que siempre te he tenido, lo grato que me resultaba saber que me querías y lo bien que me hacías sentir, el saber que había alguien que lo daría todo por mí, aunque yo no le correspondiera. Y ahora he comprendido que sabes de mí más que yo mismo. Y me da seguridad el saber que siempre has estado ahí y que seguirás estando. Y siento que cada poro de tu cuerpo desea estar conmigo y por fin puedo decirte que me ocurre exactamente lo mismo.

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—¿Te traes preparado el discurso de casa?
—Hasta la última palabra.
Nos reímos.
—Pero, ¿lo dices en serio?
—Jamás en mi vida he hablado tan en serio, Luisito.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Por lo pronto se me ocurren unas cuantas cosas —y abrió los brazos.

Y yo me dejé abrazar, extasiado, tan lleno de gozo que pensé que me desintegraría en cualquier momento

o que me despertaría, solo, con las manos vacías y el corazón roto.
Sin embargo era real, y yo era plenamente consciente de que en aquellos momentos estábamos creando los mejores recuerdos de nuestra vida.
Pasamos del abrazo a los besos casi sin darnos cuenta, y me sentí completamente deslumbrado al comprender que con Sergio podía entregarme por completo, besar sin reparos de ningún tipo, cosa que no siempre había podido hacer con mis otras parejas.
Y Sergio me besaba con un amor y un cariño inimaginable, mientras con sus brazos me arropaba y me daba cobijo.

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Y después de besarnos, cuando nuestros cuerpos quisieron pasar al siguiente nivel, Sergio separó su cuerpo del mío, me tomó de la mano y me llevó hasta la arena, y después hasta el tobogán en que se había sentado a esperarme. Y allí, tras aquel tobogán, me sorprendió con dos toallas ya extendidas, dos mullidos almohadones y una nevera de playa.
—Joder, has montado un picnic —solté, anonadado.
—¿Una cerveza? —Preguntó, sonriendo de oreja a oreja, contentísimo de haber conseguido el efecto deseado.
—¿Desde qué hora llevas aquí?
—No mucho rato. Marta ha tardado hoy más de lo que acostumbra en dormirse.
Lo miré, algo cohibido al escucharle nombrar a Marta.
—No te preocupes. Podemos hablar tranquilamente de lo que queramos.

No creo que ya queden muchos secretos entre nosotros —dijo.

Yo aún tenía presente el momento en que se había puesto hecho una fiera al mentarla yo, tres días atrás. Y ahora decía que no había temas tabú entre nosotros. Pero yo aún no me había acostumbrado del todo al nuevo Sergio. Aquel cambio me desconcertaba. Me daba un poco de miedo.
Pero luego nos sentamos en las toallas, bajo las estrellas; bebimos cerveza, dijimos tonterías y empecé a acostumbrarme a este nuevo Sergio que no era más que

El mismo muchacho del que me había enamorado tiempo ha, algo más mayor y mucho más atractivo

Y llegó un momento en que enmudecimos, y nos tumbamos, y su boca exploró la mía, y me mordió deliciosamente un labio y bajó hasta mi barbilla y mordisqueó mi barba de tres días, mientras mis manos descubrían ya sin miedo su cuerpo que me pertenecía.
Y bajó por mi cuello y enterró en él su cara, y aspiró y espiró y atravesó mi alma. Pasaron dos coches, uno de la policía, pero era como si hubiéramos viajado a otra dimensión, un mundo paralelo solo para los dos. Nada importaba, nadie podía importunar. Habíamos detenido el tiempo.
Se deshizo de mi camiseta y siguió bajando por mi cuerpo con su lengua, hasta llegar a mis pezones. Se propuso darme tanto placer como yo le había dado aquel bendito primer día en que una apuesta idiota me abrió por fin la puerta. Y lo consiguió. Me retorcí de placer bajo su atenta mirada. Cada chupada, cada lamida… todo cuanto hacía parecía concebido con el único propósito de hacerme

Sentir un placer indescriptible, y mientras mi cuerpo se retorcía, mi corazón crecía

Era verdad. Todo lo que había dicho era verdad.
Bajó después a mi ombligo y jugueteó con su lengua y rozó como sin querer mis pantalones y descubrió que bajo mi chándal algo estaba esperando sus labios, dolorosamente erecto. Y entonces se levantó y se fue. Y yo me quedé con un palmo de narices y dos de polla, como quien dice.
—¿Dónde vas? —Le grité, susurrando.
—A mear.
—A mear. Cómo no. No tenía otro momento.
Y mientras Sergio orinaba yo recordé una noche hacía años en que volvíamos de una fiesta y se alejó como hoy a orinar, y yo lo seguí y le pedí que me dejara mirar ya que no me dejaba catar y accedió, y me reí para mis adentros de aquella versión de mí mismo que nunca había conseguido lo que realmente quería, y pensé que yo había tenido mucha más suerte que aquel otro yo. Y aún me dio tiempo a pensar en las vueltas que da la vida y en que las cosas nunca acontecen por casualidad. Y me daba tiempo a pensar todo eso o bien porque Sergio había bebido mucha cerveza o bien porque al terminar se acercó a la fuente y se lavó la polla, cosa que me hizo reír a carcajadas y que además me inspiró una gran ternura. Cuando regresó a mi lado y se tiró en su toalla no conseguí cerrar la boca.
—¿Por qué has hecho eso?
—Porque en algún momento entre este minuto y el amanecer

Tú te comerás mi pedazo de tranca

y quiero que sea perfecto para los dos.
—Estás como una puta cabra.
—Lo sé.
Aproveché que estaba tumbado boca arriba para ponerme a horcajadas sobre él, con las manos a ambos lados de sus hombros. Contemplé sus ojos y me acerqué a sus labios para besarlos. Pero algo le estaba haciendo mucha gracia. Sus ojos reían.
—¿Qué? —Pregunté, medio molesto.
—Te iba a hacer una mamada cojonuda.
—Has perdido el turno cuando te has ido a mear.
—No lo creo.
Y me empujó, quitándome con cierta facilidad de encima suyo, lanzándome a mi toalla y poniéndose él a horcajadas sobre mí.

Con sus manos me sujetó las muñecas para que no me moviera y me dio un lametazo en la nariz

—¿A eso lo llamas tú una mamada cojonuda? —Lo piqué.
Me hizo callar con un morreo exquisito. Y luego me soltó la muñeca derecha para tener la mano libre, se enderezó, echó el brazo hacia atrás y me agarró la polla enhiesta por sobre el pantalón de chándal.
—Creo que nos habíamos quedado justo aquí.
—Bueno, no habíamos llegado tan lejos.
—Nadie es perfecto. Joder. No te la recordaba tan grande.
—Estábamos metidos en el coche de Marta. Ni la postura ni la situación era de lo más adecuada —me defendí.
—Tendrías que haber visto la cara que se te ha quedado cuando te la he mamado en el coche.
—Es que ha sido francamente inesperado.
Entonces se me quitó de encima, se fue hacia mis pies y se recostó entre mis piernas, mirándome el paquete.
—Ahora vamos a ver cómo el Enterprise sale del puerto espacial —y tiró de las perneras de mis pantalones hacia abajo.
Mi erección acompañó parte del camino al pantalón de chándal, saliendo luego disparada con un golpe seco hacia mi ombligo.
—Buena tranca, sí señor —aprobó Sergio.
Escucharle admirar mis atributos me puso como una moto.
—Y buenos cojones. Me pregunto si los tienes sensibles —y me los cogió suavemente con una mano.

El fragmento que acabas de leer pertenece a uno de los relatos eróticos gays del libro Que no te vea pasar hambre.
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