Cuando me follé a mi amigo hetero


Lo seguí hasta el sillón de su salón, donde se sentó, alicaído.
—¿Qué ha pasado? —Pregunté, empezando a preocuparme.
—Que ya no puedo más. Que como esto siga así, la dejo.
Pues la cosa sí tenía que ver con Marta.
—¿La historia de siempre? —Pregunté. Y él asintió con la cabeza, poniendo ojitos de cordero degollado.
Y es que después de más de diez años de casados, Marta seguía sin estar dispuesta a comerle la polla.
—No pone ningún reparo a que yo se lo coma todo, pero ella no quiere ni catarla. Ni olerla. ¡No me deja ni que me corra en sus tetas!
Me conocía perfectamente la cantinela. Marta tenía una extraña fobia al semen. Le daba arcadas verlo, así que arriesgarse a que se lo descargaran en la lengua…
—No puedo más. Estoy hasta los huevos.
—Hombre. No te puedes replantear tu relación con Marta por algo tan trivial como que no te coma la polla, Sergio.
—Claro, qué fácil es decirlo. Cómo a ti sí que te la comen…
—Si fuera que no te dejara hacer nada, mira. Pero follar, follas.
—Pero yo quiero que me haga una puta mamada. Y luego otras dos mil, por el retraso acumulado.
—¿Y qué dice ella?
—Que me vaya a cascármela.
—¿Nunca has pensado en ponerle los cuernos?
—¿Y tú? ¿No has pensado en ponérselos a Marcos? Pues lo mismo. No es opción.
Yo se los pondría contigo, cabrón, pensé.
—Pues no sé qué más decirte. Tiene difícil solución —mentí, puesto que yo estaba dispuesto a solucionárselo ipso facto. —De todas formas, yo siempre he dicho que las mamadas están sobrevaloradas.
—Ahora mismo no se me ocurre nada mejor.
—Porque eres prisionero de tu heterosexualidad. Pero yo cambio una gran mamada por una buena comida de ojete —no lo dije en plan trueque pero ojalá Sergio lo hubiera considerado como tal.
—No sé yo. Creo que eso le daría todavía más asco.
—Ah, que tampoco te lo ha hecho.
—No me tortures, ¿quieres? Ya sé que tú tienes más campo que yo.
—Porque tú no quieres.
—Eso ya lo tenemos más que claro, ¿no crees?
—No me refiero conmigo, idioto, aunque a nadie le amarga un dulce. Digo con ella. ¿A que nunca te ha chupado los pezones? ¿A que ni se te ha ocurrido pedírselo?
—Una vez se comió mi axila por error y la cara de asco le duró tres días. De todas formas, yo no tengo los pezones sensibles.
—Y una mierda. Con estos dedos y veinte segundos te puedo poner como una moto.
—Pero tú eres tú, y no ella.
—¿Y?
—Que eres un tío. No me pondrías ni jarto de vino.
—Ven aquí y compruébalo.
—No, que si me empalmo pondrás en entredicho mi virilidad el resto de mi vida.
—Tienes un concepto erróneo de la virilidad. Va, ven aquí. Veinte segundos de reloj.
—Vale.
Y para mi sorpresa, recostó la cabeza sobre mis piernas y cerró los ojos.
—No vale hacer cosquillas.
—Me limitaré estrictamente a las tetillas.
—Con los dedos.
—Evidentemente.
—Vale. Empieza. Yo cuento en voz baja.
El corazón de pronto se me puso a mil por hora. Tenía a Sergio por primera vez en mi vida entregado a mis dedos por un asunto sexual, iba a intentar ponerlo caliente, iba a rozarle los pezones con los dedos y… se me puso como una piedra, bajo la cabeza de Sergio. Debía estar notando mi erección pero solo dijo:
—¿Empiezas? —mientras se ponía a tararear la música de Kill Bill, aún con los ojos cerrados.
Así que le rocé el pezón derecho, muy despacio, dando pequeños círculos con la punta del dedo índice. Me apetecía enredar los dedos en el abundante vello de su pecho pero me limité a rozarle primero un pezón y luego el otro, despacio. Sergio se estremeció un poco y yo seguí tocando sus tetillas muy despacio mientras mi polla martilleaba bajo el peso de su cabeza que de pronto parecía hacer mucha más presión sobre mis piernas. En algún momento descubrí que Sergio había dejado de tararear y no me pareció tampoco que estuviera contando. Seguí masajeando lentamente sus pezones consciente de que ya habían pasado los veinte segundos, y de que aquello podía acabar en cualquier momento. Entonces empecé a apretar un poco. Las tetillas se le pusieron erectas, el pelo de los brazos se le erizó y de pronto dio una sacudida y se bajó los piratas hasta las rodillas. Sin abrir los ojos volvió a recostarse sobre mi paquete, se agarró la polla y comenzó a hacerse una paja bestial. Yo me puse tan cardiaco que casi no me atreví ni a mirarle la polla. Seguí con sus tetillas mientras él se masturbaba. Pero entonces me llegó a la nariz el olor de su vergajo y tuve que mirarlo. Y era tremendo, venoso, gordo y del tamaño justo para que yo empezara a salivar como un condenado. Pero los huevos eran casi mejores. Eran tan grandes que estuve tentadísimo de bajar pecho abajo solo para sopesarlos en mis manos. Pero tal y como estábamos me parecía más que suficiente con lo que tenía y no me moví. Sergio pareció pensar de otro modo. Sin abrir los ojos en ningún momento acercó el cuerpo más a mí, poniendo su espalda sobre mis piernas. Yo me giré un poco para que la descansara sobre mi pecho, de modo que ahora al mismo tiempo que mis dedos jugaban con sus tetillas mis brazos rozaban sus brazos y hombros y mi erección aprisionaba la parte baja de su espalda.
La paja cogió un ritmo endiablado y yo aceleré las caricias. Entonces Sergio empezó a levantar la cara, como si buscara mis labios. Y sacó un poco la lengua, y yo me dije, de perdidos al río, y lo besé. Él abrió los labios y me invitó a seguir, así que le comí la boca con ansia de años. Nuestras lenguas se fundieron y aquello bastó para que Sergio se corriera con una violencia que pocas veces había visto en otro hombre. Los chorros de esperma salían disparados sobre su pecho y parecía que nunca iba a acabar. Uno de aquellos chorros se estrelló en mis dedos. Sergio había dejado de besarme y se había entregado por completo a la eyaculación. Seguía con los ojos cerrados, así que aproveché el momento para llevarme los dedos a la boca y probar su sabor.
Permanecimos quietos durante algunos minutos, mientras la respiración de Sergio se calmaba y mi polla seguía martilleando en su espalda. De pronto se levantó y me preguntó si me apetecía una cola. Le dije que primero me hacía falta una servilleta. Él abrió la nevera, cogió una lata y me sirvió el refresco en un vaso, pero no me dio la servilleta, y eso que en la cocina tenía dos o tres rollos de papel a mano. Yo tenía restos de su leche en los brazos pero él había decidido no hacer la más mínima alusión a lo que había pasado.
—Me voy a duchar. Hace un calor de la hostia.
Y desapareció en el baño.
Yo me limpié su corrida en el grifo de la cocina.
Diez minutos después me había despachado de su casa.
Y, como podéis imaginar, esto no acabó ahí.
Este fragmento pertenece al relato Cuando ya no te esperaba. Lo encuentras desde estos países en el libro “Que no te vea pasar hambre”:
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