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Faltaban cinco minutos para las 18. Me había puesto guapo y me dirigía a los aposentos del primer oficial con una botella de vino de Qebehut (un planeta conocido por una cepa de uva cuya peor elaboración deja en bragas a un Cabernet Sauvignon), cuando me crucé con el capitán, precisamente con el capitán, a escasos metros de mi destino.

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—Alférez… —dijo, mirándome de arriba abajo.
—Capitán. —No me había dado tiempo de esconder la botella.
—¿Tiene una cita con el Primer Oficial?
—¿Una cita, señor?

—¿Va a darle un masaje?

—Sí, señor —contesté, comprendiendo que no valdría de nada mentir.
—¿Usted a él, o él a usted?
—Él a mí, capitán. El Primer Oficial insistió.
—No me cabe la menor duda. Hágame el favor de pasarse por mi despacho cuando termine con Maxwell. ¿Lo ha entendido, Alférez?

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—Por supuesto, señor.
El capitán se alejó pasillo abajo y yo tragué saliva.
Estuve tentado de volver a mi camarote, colgar una soga de la mampara superior y ahorcarme. En lugar de eso, llamé al timbre.

—Adelante —escuché la masculina voz de Maxwell al otro lado.

La puerta se deslizó y entré.
—Cierre la puerta, por favor —dijo su voz desde el baño.
—Ya se ha cerrado.
—Asegúrela. No queremos que nadie nos moleste.

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Pulsé la combinación adecuada en el panel y después miré a mi alrededor.
La habitación era acogedora. Nunca había estado en los aposentos del primer oficial y me pareció el espacio perfecto para el seductor que él era, sobretodo cuando vi la cama redonda en la sala contigua.

—Puede ir quitándose la ropa.

Obedecí, bastante nervioso.
Había colocado una cama para masajes en el centro de la estancia, aunque me pareció demasiado baja para que pudiera ser cómoda para él.
Me quité la chaqueta del uniforme, la ceñida camiseta con el emblema de la Alianza y cuando me desabrochaba los pantalones, Maxwell salió del baño.
Llevaba dos pequeños frascos en una mano, pero mis ojos no se fijaron demasiado en ellos. Se fueron directos a su miembro, que estaba en reposo y bajo el cual

Colgaban dos cojones peludos, grandes y apetitosos

Maxwell estaba completamente desnudo.
—Adelante, quítese eso —dijo, como si fuera lo más normal del mundo recibir así a la gente.
Intenté quitarme los pantalones sin desabrocharme antes las botas y casi me vi en el suelo.

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—Espere, lo ayudo.
Maxwell me sujetó de un brazo. Yo me agaché para desabrocharme una bota consciente de que su verga colgaba ahora cerca de mi oreja izquierda. Mi polla empezó a crecer rápidamente y supe que cuando acabara de quitarme la ropa ya estaría irremisiblemente berraco.
Conseguí quitarme ambas botas y desprenderme de los pantalones y la ropa interior sin rozarle sus atrayentes partes.

No pude ocultar mi brutal erección

pero él tampoco dio muestras de haberla visto. Me pidió que me tumbara en la cama boca abajo. Lo hice.
—Esto que va a sentir ahora en la piel es un aceite de Cinópolis. Multiplica por quinientos la sensibilidad de la epidermis humana. Durante los primeros segundos creerá que es doloroso, pero después descubrirá que es lo más placentero que jamás pueda llegar a sentir. O casi.
Sentí sus manos en mi espalda y quise gritar. Aquello era el infierno en vida.

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—Ya verá, en unos segundos empezará a sentirlo.
Intenté tragarme las maldiciones que salían escopeteadas de mi boca, porque comprendía que podía meterme en apuros acordarme de la madre de un superior.
—Piense que le estoy dando el aceite con mis propias manos.
—Estará hecho de otra pastaaaaaaa —grité, sin aguantarlo ni un segundo más.
Entonces la quemazón, propia más del ergotismo que de un aceite para masajes, desapareció, y en su lugar sentí las partículas de aire sobre mi piel. Maxwell había retirado las manos al notar el cambio.
—Ya empieza… —dijo.
—Sí… —secundé.

—Cuando vuelva a tocarlo sentirá mis manos como si fueran parte de su ser.

—Sí…
—El placer recorrerá todo su cuerpo en exquisitas oleadas.
—Sí… Qué bien…
Maxwell empezó a dosificarme aceite de Cinópolis por las piernas, lugar que aún no había tocado. Sin embargo el placer se había extendido ya a todo mi cuerpo y la aplicación de aquel extraño gel en nuevas zonas de mi anatomía no me produjo en absoluto la misma primera mala impresión. Era como si mi piel fuera más consciente de mi entorno que mis propios ojos.

Podía sentir la cercanía o lejanía de los muebles de la habitación

Podía sentir el calor que desprendía el cuerpo de Maxwell. Podía saber que su miembro había empezado a endurecerse sin necesidad de verlo ni tocarlo. Era como convertirse en una especie de antena parabólica humana. Una antena caliente. Recibía ondas de sensualidad que provenían de todas partes. La nave entera bullía de sensualidad. Maxwell me sopló en la espalda y creí morirme de gusto. Entonces empezó a darme aceite en los hombros y comprendí la finalidad de aquella cama tan baja. Maxwell se apoyó en mí, se medio recostó encima de mis nalgas para poder llegar cómodamente a mis hombros.

Sentir su peso sobre mi cuerpo fue quinientas veces más delicioso de lo que lo hubiera sido en circunstancias normales

pero lo verdaderamente bestial fue sentir sus cojones y su tremenda erección sobre la piel de mi trasero. Era salvajemente consciente de cada centímetro de su falo y del tacto de su escroto sobre mis corpúsculos. Si hacía unos días había admirado el baile de sus huevos de cerca gracias a la araña, ahora podía sentir el movimiento que hacían sus testículos sobre mi nalga.
Mientras me acariciaba los hombros con aquel líquido milagroso, Maxwell me besó. Me besó dulcemente la oreja. Sentí sus labios carnosos,

Su cuidada barba me rozó el lóbulo… y me corrí

Sin remedio. Me fui, me vine. Me derramé entero. Expulsé toda la leche en los mejores veinte trallazos de mi vida. Sentí con una agudeza sobrenatural como mi esperma caliente mojaba la cama y me empapaba el ombligo. Mi cuerpo convulsionó como si sufriera un ataque epiléptico, pero era un ataque de satisfacción animal.
Y después… me desmayé.

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Cuando me desperté, las manos del primer oficial me estaban abriendo el culo y su lengua se movía arriba y abajo por toda mi hendidura, provocándome una oleada de placer indescriptible cada vez que me rozaba el esfínter.
El aceite de Cinópolis seguía multiplicando mis sensaciones corporales.

Sentía el placer que me provocaba su lengua, no sólo en mi orto, sino en toda mi anatomía

—Veo que ha recobrado el conocimiento — escuché decir a Maxwell, que debía haberlo notado al ver como me retorcía de gusto otra vez. —¿Le importa que le clave la verga? Tiene usted un culo estupendo, alférez, y tengo la polla a reventar.
—Haga lo que quiera conmigo.
—¿Alguna preferencia?
—Quisiera sentir su peso sobre mí mientras me penetra.

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—Está bien. —Maxwell se recostó lentamente sobre mí. Sentí su pecho en mi espalda, sus brazos rozaron mi piel, su increíble miembro buscó la entrada y su boca besó mi cuello y me morí tres veces. —No debería besarle así, antes se ha desmayado.
Yo estaba demasiado aturdido para poder contestar a eso.

—Voy a entrar —avisó, y empujó su miembro contra mi ojete el cual no ofreció resistencia alguna.

Metió todo su miembro muy despacio, dejándome sentir las sensaciones que me provocaba ser clavado por semejante instrumento al tiempo de sentir su cuerpo sobre el mío, su calor en mí, y su voz en mi oído.
—Son curiosos los efectos del aceite de Cinópolis, ¿no cree? Estas sensaciones que ahora siente le acompañarán allí donde vaya durante los próximos tres días. Seguirá sintiendo mi piel contra la suya, el roce de mis dedos, mi aliento en el oído y mi miembro en sus entrañas.

Llevará mi olor consigo y permanecerá en un estado de excitación tal que será incapaz de concentrarse

trabajar o pensar en otra cosa que no sea mi persona —mientras me decía esto permanecía quieto con su desmesurado mástil clavado en lo más profundo de mi ser. Yo me estremecía, al borde de un colapso. —Tendrá que ser relevado y permanecer en su camarote porque será incapaz de moverse sin sentir un orgasmo, tendrá a todas horas

El culo lleno de mi dura carne

y sentirá mis manos recorriendo su cuerpo cada minuto del día —empezó entonces a moverse muy lentamente en mi interior, adelante y atrás… y me corrí, otra vez, sin remedio, con un grito de agonía, y con cada espasmo de mi eyaculación él entraba más adentro, más profundo, en mis entrañas, en mi psique y en mi percepción.

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No recuerdo cuando me vestí ni como salí del camarote del primer oficial. Lo único que recuerdo es que estaba apoyado contra una pared en una cubierta de la nave, llevaba en la mano la botella de vino de Qebehut que había llevado a la cita con Maxwell (la botella estaba intacta), las piernas me temblaban y era incapaz de mover un músculo. Tenía que llegar a mi camarote pero me moría. Quise dejarme caer en el suelo para descansar pero

Al primer movimiento eyaculé de nuevo

Mojé bastante el uniforme, así que había tenido tiempo de fabricar abundante esperma. No sabía qué hora era ni cuanto tiempo había permanecido con Maxwell. Sólo de pensar en él volví a correrme, aunque esta vez sólo fue la sensación, no me quedaba leche que echar, pero mi cuerpo entero se convulsionó y al hacerlo volvieron a despertar las sensaciones de su cuerpo sobre mí, su delicioso peso cubriéndome entero y volví a correrme otra vez, convertido en un hombre multiorgásmico contra mi voluntad. Por lo menos acabé en el suelo, que era lo que en ese momento (y en ese estado) pretendía.
Era incapaz de pensar…

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Aquella misma noche me presenté en casa de Sergio con la intención de aclarar las cosas. De primeras no iba a comentarle que lo había seguido hasta la playa pero las cosas no salieron según lo planeado, cosa a lo que iba a tener que acostumbrarme, tratándose de él.
Llamé a la puerta a eso de las diez y me abrió en pelotas, lo cual ya me descolocó un tanto.
—¡Hola, Luis! —Dijo, bastante efusivo teniendo en cuenta que llevaba tiempo ignorándome.
—Estás desnudo.
—¿Quieres pasar?

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Se hizo a un lado y entré. Mi mano rozó su miembro sin querer.
—¿Ahora recibes a las visitas en cueros?
—Sólo a ti. Casualmente te he visto aparcar el coche. ¿Quieres beber algo?
Solo se me ocurría una cosa que me apeteciera llevarme a los labios en ese momento y no era una coca-cola. Pero había ido a su casa para hablar con él. Así que le pedí una cerveza y me senté en el sillón, tratando de no fijarme en sus atributos y mantener la concentración.
Sergio me trajo la cerveza y se sentó delante de mí, en la silla giratoria del ordenador. Abrió las piernas para que no perdiera de vista sus gordos cojones y su vergajo, que empezaba a ponerse duro. Me costó horrores mirarlo a la cara.
—Tenemos que hablar —dije, tragando saliva.
—¿Seguro? ¿No prefieres que te coloque esto sobre la lengua? —dijo, acariciándose el rabo lascivamente.

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—No —contesté, aunque no soné nada convincente.
—¿Quieres que me ponga algo?
—No, no hace falta —me odié por ser tan débil.
—De acuerdo. Te escucho —y se descapulló la polla que ya estaba completamente enhiesta y mojada de precum. —¿Te importa que me toque mientras hablamos?
—Estás en tu casa. No seré yo quien coarte tu libertad.
—Bien. ¿De qué quieres hablar? —Dijo, empujando su polla hacia delante, como había hecho en la playa para otros ojos hacía apenas unas horas.
—Precisamente de esto.
—¿De sexo?
—Bueno… admitirás que tu comportamiento es un poco extraño.
—¿Qué tiene de extraño? No estoy haciendo nada que no haya hecho ya contigo.
—Pero has pasado de mí como de la mierda, todos estos días. He intentado hablar contigo cuarenta veces y te has escaqueado.
—Mi mujer me ha dejado. Intentaba asimilarlo. No me apetecía nada hablar de ello contigo —dijo serenamente, mientras se magreaba los huevos.

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—Pues has cambiado completamente de actitud.
—Simplemente, lo he superado.
—Pues a mí me parece raro, qué quieres que te diga.
Sonrió. Y era, la suya, una sonrisa peligrosa.
Entonces se levantó y arrimó el tronco de su verga a mi nariz.
Me llené las fosas nasales de su olor, respirando profundamente.
—Entonces, ¿te parece extraño que te ponga la polla en la cara?
Afirmé con la cabeza, aprovechando para tocar la punta de su nabo con la punta de mi nariz.
—¿Te parece raro que te la restriegue por los labios? —Dijo, haciéndolo a continuación.
Volví a afirmar con la cabeza, con todos los sentidos puestos en su tranca.

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Me paseó el vergajo por toda la cara, me acarició los ojos, las mejillas y la frente con aquella enorme polla y me hizo cosquillas en los labios con el pelo de sus hinchados cojones.
—Pues a mí me parece extraño que no abras esa boca para comerte toda mi polla.
A mí también me lo parecía. Raro de cojones.
—Eso es lo raro —continuó, mientras seguía frotándose contra mi rostro. —Es antinatural. Aquí tienes mi polla. No tienes más que abrir un poco los labios y será tuya. Te mueres por comérmela, por hacerme una mamada tan profunda que te ahogues de carne.

Aguanté el tirón sin separar los labios pero disfrutando cada centímetro de su falo en mi piel

—Lo tuyo sí que es extraño —sentenció, y para mi desgracia volvió a sentarse en la silla giratoria, privándome de su tacto, su olor, sus latidos.
Estuve a un tris de rogarle que volviera a tentarme de polla, pero me contuve. Él me miró por largo tiempo, sin perder la peligrosa sonrisa y sin dejar de tocarse la verga.
Al fin me obligué a decir:
—Pero, ¿tú te acuerdas de la noche del parque?
—Claro que me acuerdo. Quien no parece acordarse eres tú.
Aquella noche no tuviste reparos en tragarte mi lefa.

Me comiste la polla con verdaderas ganas. Me corrí en tu boca, te llené de leche hasta las trancas y luego nos besamos.

Todo aquello era cierto, pero la forma de decirlo… Era como si me lo contara otra persona, no mi Sergio.
—¿Tienes un trastorno bipolar? —Pregunté de golpe.
Se rio. Buena señal, creo.
—Solamente estoy caliente. Como tú. Me pone caliente verte ahí sentado, intentando hacerte el duro, cuando te mueres de ganas de hacerme una de tus mejores mamadas. Me pone caliente haberte abierto la puerta desnudo y estar aquí acariciándome los huevos en tu cara mientras farfullas. Me pone caliente volver a verte. Lo estaba deseando, pero no era el momento.
—¿Y ahora es el momento?
—Bueno, estás aquí, ¿no?
—Estoy aquí —admití. —Pero he venido a hablar.

—Eso no te lo crees ni tú —dijo, incorporándose de nuevo y plantándome otra vez la verga en la boca.

No pude soportarlo y le di una chupada anhelante en el glande que me supo a gloria bendita. Él empujó las caderas y me llenó, como había prometido, la boca de carne ardiente y palpitante. Se la mamé. Se la mamé como si fuera mi último día en la tierra, con un ansia que me asustó. Sergio me dio polla y polla y polla hasta que dije basta y lo aparté de un empujón. Y volvió a reírse.
—Hazte el duro todo lo que quieras. Pero hoy no te vas a ir sin comerte mi lefa.
Hoy no me iré de aquí sin hablar contigo, me dije.
—Me correré —continuó.

—Un par de chorretones en la lengua, para que la saborees bien

y te descargaré el resto en la nariz. Sentirás mi espesa leche resbalando hasta tus labios. Y sacarás la punta de la lengua para recogerla.
—Hoy…
—Hoy. Ahora mismo. Lo estás deseando. No te resistas más, Luis. Sabes que va a pasar.
—Hoy… te he seguido hasta la playa.

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Yo me había incorporado un poco para seguir sus avances. Cada poco tiempo tenía que recordarme que aquello era real, que aquel era Sergio, aquellas sus manos y aquellos mis huevos.
—¿Y si el perfecto hetero se metiera un huevo de su amigo gay en la boca? ¿Qué dirías a eso? —Preguntó.
—Que adelante. Pero ya.
Y lo hizo, y yo me dejé caer en la toalla, completamente fuera de mí.
—¿Y si el perfecto hetero le chupa los dos huevos a su amigo gay y luego baja la lengua y le lame el principio del ano? ¿Qué dirías a eso? —Dijo después.
Que dijera todas aquellas mamonadas me estaba poniendo cardiaco.

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—Diría que el perfecto gay se abriría el culo con las dos manos —contesté, mientras él empezaba a hacer con la lengua el recorrido citado.
—¿Y si el perfecto hetero se dejara de tonterías y se metiera la perfecta polla del amigo gay en la boca y empezara a mamar verga como un condenado?
—El amigo gay le pondría un piso en la costa —y tal como yo le amueblaba el hipotético piso, el perfecto hetero se introducía mi verga en la boca y empezaba a mamar como un perfecto amigo gay.

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Cómo jalaba el cabrón. Se notaba que aquello era nuevo para él, no por la falta de experiencia, que en realidad no se notaba para nada, sino por las ganas que le ponía. Sentí cierta envidia al recordar que las primeras veces son irrepetibles, y aquella era una verdadera primera vez para Sergio (descontando el minuto del coche, horas antes). Luego pensé que era un idiota por sentir envidia ya que también era una primera vez para mí, y la más importante de todas: la primera vez que Sergio era sólo para mí, la primera vez que me declaraba sus sentimientos, y, joder, ¡la primera polla que se metía entre los labios era la mía! No sé qué más podía pedir.
La cosa es que el tío me estaba haciendo una mamada realmente cojonuda con una pericia y una entrega increíbles, en un parque en medio de la ciudad en mitad de la noche, sobre unas toallas y unos cojines que se había traído de su casa y con una nevera llena de cervezas, refrescos y piscolabis. Si eso no era perfecto, no sé qué podía serlo.

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Sus manos jugaban con mis huevos y mi culo, un dedo con un poco de saliva se paseó por mi ano, mientras su boca se tragaba toda mi tranca, como él la había llamado, de arriba abajo una y otra vez, con glotonería. Abrí mucho las piernas y me restregó todo el puño por el orto, sin dejar de propinarme la mamada del siglo.
—Quiero que te corras —me pidió, sacándosela un momento de la boca. —Quiero que me llenes toda la boca de lefa.
Es lo que les había dicho a Marcos y a Marta que habíamos estado haciendo en el aparcamiento.
—¿Quieres que me corra? ¿Tan pronto?
—Será la primera de muchas. Ya lo verás. Ahora, quiero que me satures de leche.

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Y volvió a adueñarse de mi verga y a mamar como si no hubiese hecho otra cosa en la vida. Y yo dejé de aguantar y me dejé llevar poco a poco por la culminación de mi sueño hasta la cima de mi anhelo, y él aceleró sus movimientos y yo sentí que me iba a correr, y me enderecé y le cogí la cabeza entre mis manos, y él sonrió, y mamó con fruición, y sin poder aguantar solté un grito y me corrí en su boca, y mientras recibía en la lengua los chorros de esperma le cambió la expresión de la cara y una felicidad extrema le tiñó la mirada.
Sergio se relamía, sin dejar de jugar con los dedos en mi ano. Recogió hasta la última gota, se tragó todo mi semen y luego se tumbó a mi lado, pegando su cara a la mía, mirando los dos hacia el cielo.
—Dios santo, no sé por qué me excitas tanto.
Pasé de hablarle de mi teoría de las primeras veces. En cambio dije:
—Tiene gracia que Marta odie el semen y tú lo saborees de esa manera.

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Por un momento pensé que había metido la pata. El silencio de Sergio duró lo bastante como para hacer saltar mis alarmas, pero al cabo dijo:
—Tragarme tu lefa ha sido una de las cosas más excitantes que he hecho en mi vida. Llevo una semana sobreexcitado, trempando cada diez minutos. Nunca había tenido la polla tan dura, y no hay forma humana de calmarla.
Le puse la mano encima para comprobarlo.
—Pues sí, la tienes como una roca.
Entonces se desvistió completamente, recolocó su toalla y me pidió que me sentara apoyando la espalda en la parte baja del tobogán. Después se sentó entre mis piernas abiertas y apoyó su espalda desnuda en mi pecho desnudo, como aquel primer día pero sin ropa, y yo le acaricié las tetillas como entonces y él se estremeció, y dejó que lo acariciara durante unos minutos en que no dejó de retorcerse y de morderse la lengua, pero sin tocarse la verga cuya punta aparecía excitantemente mojada de líquido preseminal, hasta que como aquella otra vez ya no pudo más y empezó a hacerse una paja liberadora mientras yo volvía a empalmarme y mi polla rozaba contra la parte baja de su espalda y mis labios le decían guarradas al oído.

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Y Sergio se corrió, con una primera descarga brutal que le llegó al cuello, y como aquella vez, me regó también las manos que seguían retorciendo sus pezones, y oímos un ruido y vimos que en un balcón una pareja compuesta por un hombre y una mujer nos observaba, pero nos dio exactamente lo mismo.
Y me chupé su leche de las manos y el gimió de gusto al verme hacerlo, y empecé a recogerle con la lengua la leche de todo el cuerpo mientras se dejaba hacer, extasiado. Y cuando acabé me llenó la boca con su lengua y me besó, y me besó y no dejó de besarme.
Después se puso a cuatro a patas y me dijo:
—Me dijiste que cambiabas una gran mamada por una buena comida de ojete. Demuéstrame lo que me he perdido.
Y obediente empecé a lamerle las cachas del culo, empezando bien lejos del orto para hacerle sufrir, mientras iba echando miradas al balcón y descubría que aquella pareja que nos espiaba empezaba a calentarse. Y mientras me acercaba despacio hasta el centro de su placer, y en el camino le hacía una comida de huevos que casi le hizo perder las fuerzas, comprobé que Sergio seguía teniendo la verga tiesa pese a acabarse de correr y empecé a masturbarlo haciendo que el hombre de mis sueños empezara a suspirar con fuerza. Y aquello excitó tanto a la pareja del balcón que el tío ya tenía la polla en la mano y la mujer se iba quitando la blusa.

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Y entonces por fin le di una lamida en el ojete y Sergio echó atrás las caderas para sentir más y más, y mi boca se afanó en darle una comida de culo que no olvidaría en su vida.
Y así seguimos. Las horas pasaron volando y gozamos y nos amamos, y hablamos y reímos e incluso cantamos, como almas libres, sin recordar que nuestras vidas estaban atadas.
Y en algún momento entre aquel segundo ya pasado y el final que traía consigo el amanecer me comí su pedazo de tranca… y fue perfecto.

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Hacía más o menos un mes de nuestro encuentro nocturno en el parque y, pese a las cosas que nos habíamos dicho aquella noche, no había vuelto a ver a Sergio. Mentira. Me lo había encontrado en el supermercado, unas dos semanas después de nuestra noche mágica, pero al verme se había escaqueado disimuladamente por el pasillo de los congelados. En aquel momento su huída me había provocado una sonrisa. Ahora, la urgencia de continuar con lo nuestro no me dejaba sonreír.
Al principio pensaba que con el tiempo se le pasaría el miedo. Estaba bastante acostumbrado a sus arrebatos pasionales. Ahora te quiero, ahora no te quiero, ahora te follo, ahora me odio, y así. Pero los días pasaban y el teléfono no sonaba y yo empezaba a cansarme, no sabía si de esperarlo o si también me estaba cansando de amarlo.
Ya había tomado la decisión de ir a verlo, de ponerlo de nuevo entre la espada y la pared, cuando Marcos dejo caer el bombazo.
—¿Hace cuanto que no ves a Sergio? —Dijo, como quien no quiere la cosa, mientras ojeaba noticias en Internet.
—Ya hace bastante —contesté, prudentemente. —¿Por qué?
—Porque Marta se ha ido a vivir a casa de sus padres. Se van a separar.

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Me quedé de piedra. Creo que tardé demasiado en decir un “Ostras, no sabía nada”. Marcos me miró de reojo, rematadamente serio. Ya me había acostumbrado a su desconfianza. En el fondo él lo sabía, sabía que pasaba algo entre Sergio y yo. Ahora se estaba preguntando si, que Sergio y Marta se separaran, tenía algo que ver.
Me puse a su espalda y le di un masaje en los hombros. Marcos cerró los ojos y se dejó hacer, mientras yo le decía que a nosotros no nos pasaría lo mismo pero pensaba en que tenía que ver a Sergio cuanto antes.
Lo llamé al móvil esa tarde y tuvimos una conversación sorprendentemente sosa. Cuando le pregunté por Marta cambió de tema y cuando le dije que quería verlo me dio largas y no tardó ni diez segundos en colgar.
Unos días después me presenté en su casa. Hablamos en la puerta. Es decir, no me dejó pasar. Intenté tocar los temas candentes (qué ha pasado con Marta, qué ha pasado con todas las cosas bonitas que me dijiste aquella noche, por qué no me has llamado) pero no me dejó seguir por ahí. De hecho, me despidió sin muchos miramientos.

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Su indiferencia, y su negativa a enfrentarse a sus propios actos, me enfurecían. Cada día estaba un poco más cabreado, y a la vez me moría por verlo. Empecé a presentarme en su casa a todas horas, pero la mayoría de las veces me quedaba en el coche. Así comprobé que el perro se lo había llevado Marta, porque Sergio no salía a pasearlo. También constaté que Sergio se había apuntado al gimnasio y que había recuperado a algunos viejos amigos, ya que salía a tomar cervezas al bar de enfrente una media de cuatro noches a la semana, siempre con los tres mismos tíos, a los que yo conocía sólo de vista.
Y llegó el sábado en cuestión. Yo estaba aparcado a unos prudentes doscientos metros de la puerta de su casa. Eran las once, más o menos la hora en que los sábados se iba al gimnasio, y hacía un sol del carajo. Estaba dispuesto a hablar con él y a hacer que me escuchara. Lo de convertirme en un acosador en potencia me estaba destrozando los nervios y tenía que acabar. Pero cuando salió de su casa no llevaba la bolsa del gym, sino una toalla enorme por encima de los hombros. Se metió en su coche sin reparar en mí y arrancó. Y pensé, bueno, si he estado aparcado día y noche delante de su casa no pasa nada si lo sigo hasta la playa. Incluso puedo esperar a que se meta en el agua y poner mi toalla (siempre llevo una en el coche) cerca de la suya y que crea que el destino nos ha hecho encontrarnos por casualidad.

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Seguro que se alegraría de verme. Si jugaba bien mis cartas a lo mejor acabábamos pegando un polvazo y conseguía después que contestara a mis preguntas.
Así que lo seguí, dejando siempre uno o dos coches de distancia en la carretera. Y para mi sorpresa estuvimos conduciendo cerca de cincuenta minutos, teniendo playas y calas a sólo cinco minutos de casa (ventajas de vivir en una isla).
Cuando por fin detuvo el coche en una especie de camping me preocupó que pudiera verme. Aparqué bastante lejos y esperé a que se adentrara en el bosque antes de salir del mío. La verdad es que no tenía ni idea de dónde estábamos. Yo siempre iba con Marcos a la misma playa y no solía aventurarme por otras. Empecé a seguirlo por una serie de senderos formados entre pinos y arbustos, lo bastante lejos como para que si se giraba de pronto no pudiera reconocerme. Los pinos desaparecieron en algún momento y los senderos empezaron a serpentear entre dunas. Ya podía oírse el mar pero todavía no se veía. En cierto momento, Sergio se adentró entre la maleza, alejándose del sonido del mar, y avanzó por caminos más estrechos, hasta que llegó a una especie de refugio natural. Los árboles habían construido una cueva protegida del sol, muy amplia y alejada de miradas, aunque la verdad, en todo el trayecto no nos habíamos cruzado con nadie. Bordeé aquella especie de cabaña procurando no hacer ruido hasta que encontré un lugar elevado desde donde poder espiar el interior sin ser descubierto. Sergio estaba colocando su toalla a los pies de un árbol contra cuyo tronco iba a apoyar la espalda.

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No veía que llevara un libro. Quizá pensaba entretenerse con el móvil. Quedé francamente sorprendido cuando se quitó las zapatillas, la camisa y las bermudas, quedando totalmente en cueros, se sentó sobre la toalla, apoyó la espalda en el tronco del árbol, y empezó a magrearse la polla y a tocarse despacio los huevos hasta conseguir una erección brutal. Me estaba preguntando si aquello era fruto de la casualidad o si Sergio me había descubierto siguiéndole y por eso me ofrecía aquel espectáculo, cuando escuché unos pasos que se acercaban rápidamente a la cueva de árboles. Sergio también debía oírlo pero no se movió. Siguió haciéndose lentamente una paja, sin apartar los ojos de la entrada.
A lo mejor había quedado con alguien. Me sentí bastante estúpido y traté de ocultarme mejor. Si ahora me descubrían allí me moriría de la vergüenza.
Los pasos bajaron de velocidad conforme se acercaban a la entrada de la cueva. Sergio separó un poco el culo del tronco para acomodarse mejor, abrió más las piernas y empujó su miembro un poco hacia delante para mostrársela al recién llegado completamente erecta. Se notaba que aquello lo estaba excitando muchísimo. Una cabeza asomó por la entrada. Un hombre de unos treinta y cinco, altísimo, delgado y a todas luces extranjero. Se quedó rígido, observando en absoluto silencio a Sergio, que se llenó la palma de la mano de saliva y se la restregó por todo el cipote. El guiri observó atentamente durante un rato, magreándose el bulto por encima del pantalón, sin perderse detalle de las evoluciones de Sergio, pero sin atreverse a entrar en aquella sala de estar natural. Yo los observaba a los dos bien oculto y completamente excitado.

Relatos gays heteros

Comprendí que Sergio no había quedado allí con nadie. Aquella era una playa de cruising. El tío se iba allí a montar espectáculo. Se había convertido en un calientapollas. No sabía si eso me molestaba o no, pero verlo haciendo aquello delante de un desconocido resultaba impagable.
Entonces se escucharon más pasos acercándose. El guiri se puso tenso pero no se movió de donde estaba y Sergio parecía estar en su salsa, echando más saliva a su verga y machacándosela con parsimonia. El guiri se apartó para dejar entrar al recién llegado. Era un hombre de unos cuarenta, parecía español. Llevaba un bigotazo horrible y era bastante robusto. Llevaba la camisa totalmente abierta. Por las pintas yo diría que era taxista o conductor de autobús, tomándose un descansito. Pasó olímpicamente del guiri y se acercó en tres pasos a donde estaba Sergio. Me pregunté si aquella iniciativa molestaría a mi amigo y de nuevo me sorprendí cuando Sergio, allí sentado, sacó la lengua mirando al recién llegado a los ojos y acelerando la paja que se hacía. El taxista se quitó los pantalones en un santiamén. No llevaba calzoncillos. Acercó su miembro, oscuro, gordo y morcillón, a la lengua de Sergio y éste le dio un lametazo en todo el prepucio. Yo estaba anonadado. El taxista se colocó a un lado para que Sergio se la chupara y al mismo tiempo el guiri pudiera verlo todo desde la entrada.

SEXO ENTRE LAS DUNAS

Y Sergio empezó a mamarle el rabo al taxista con un ansia voraz, mientras seguía haciéndose un pajote lento y sensual, que el guiri no perdía de vista. Al taxista se le puso pronto bien dura. Tenía una polla nada despreciable, y unos cojones peludos que al cabo de poco estaban rebotando en la barbilla de mi amigo, que tragaba y tragaba, salivando tanto que los regueros le caían por las comisuras de los labios. El taxista empezó entonces a pellizcarle las tetillas y Sergio se volvió loco y empezó a tragar como en energúmeno mientras el guiri no aguantaba más y se sacaba una polla rasurada y blanca como la harina y empezaba a masturbarse dando de vez en cuando un pequeño y tímido paso hacia ellos que a los otros dos les pasaba completamente desapercibido.
Sergio estaba

Tragando polla a dos carrillos y aceleraba su pajote

Sin dejar de salivar y retorcerse de gusto, el taxista le estaba follando la boca sin muchos miramientos y el guiri se iba acercando poco a poco. No pude hacer otra cosa que sacarme la polla yo también y empezar a darme caña porque me estaban poniendo a diez mil. La cosa siguió igual durante unos minutos. Sergio se estaba poniendo perdido de saliva, el taxista le pellizcaba las tetillas cada vez con más fuerza y le metía la empuñadura hasta la garganta aprovechando que aquello ponía cardiaco a mi amigo, como yo bien sabía. El guiri pareció por un momento que iba a intentar unir su blanco vergajo al del taxista pero no debió ver al otro muy por la labor de compartir aquella boca, así que se contentó con colocarse al otro lado y darle golpes en la mejilla a Sergio con el rabo y masturbarse junto a su oreja.
El taxista empezó a decir Oh, siiiii, oh, siiiiii, señal de que estaba apunto de correrse, y creo que

Aquellos gritos de placer nos pusieron a todos a mil por hora

Aceleró la follada bucal, sin dejar de subir la voz en cada arremetida, apretándole los pezones a Sergio quien se había convertido en una enajenada máquina de tragar y no dejaba de recibir pollazos en la mejilla por parte del otro, que también estaba acelerando su pajote. Y de pronto llegaron las corridas, casi al unísono. El taxista empezó a correrse en la boca de Sergio, y después de soltarle dos trallazos le descargó el resto sobre la frente, al tiempo que el guiri empezaba a soltarle lefazos espesos en la oreja y el pelo y el propio Sergio se corría sobre su propio pecho entre estertores de placer. Pasaron unos segundos en que ambos, el taxista y el guiri, continuaron restregando sus pollas por la cara llena de leche de mi amigo, hasta que de pronto ambos decidieron que ya era suficiente y se largaron en unos segundos. Sergio se quedó allí, relamiéndose, aparentemente sin saber que yo estaba escondido y lo había visto todo. Pasaron cinco minutos en que Sergio no se movió un ápice y yo tampoco. Entonces, transcurrido ese tiempo, se levantó, y sin preocuparse de recoger sus cosas, salió de la cueva totalmente desnudo. Yo me quedé donde estaba y esperé unos quince minutos. En ese tiempo dos hombres más se asomaron por la abertura de entrada de aquella cueva hecha por la vegetación, vieron la toalla y la ropa de Sergio, y se fueron sin más.

Narrativa gay en castellano

Después reapareció Sergio, con el cuerpo mojado. Se había ido a dar un chapuzón a la playa para quitarse las corridas de encima. Pensé que iba a recoger sus cosas para irse pero en vez de eso sacudió la toalla y esta vez la extendió en el suelo, hizo una almohada con sus bermudas y su camisa y se tumbó boca abajo sobre la toalla. Durante unos minutos permaneció allí tendido. Creí que se había quedado dormido, pero cuando empezaron a escucharse nuevos pasos que se acercaban, haciendo crepitar el manto de hojas de pino, Sergio dobló las rodillas poniendo el culo en pompa. No era una posición cómoda para quedarse dormido, precisamente. Un chico de más o menos mi edad se asomó por la abertura y cuando vio lo que había dentro, entró y le dio una palmada a Sergio en la nalga.
—¡Hey, has vuelto!
Sergio le sonrió pero no cambió de posición.
—¿Qué has hecho hoy? —Preguntó el otro, poniéndose de rodillas y dejando su bolsa de playa a un lado.

—Me han follado la boca.

—¿Con final feliz?
—Se me han corrido dos en la cara.
—Guau. ¿Y aún tienes ganas de marcha?
—Siempre —y levantó un poco más el culo a la espera.
El nuevo chico, que al parecer conocía a Sergio de otras veces, se bajó la cremallera y se sacó la punta de la polla, y mientras empezaba a tocarse el prepucio con los dedos acercó la boca al culo que Sergio le ofrecía y le dio un lengüetazo directo al esfínter. Sergio se estremeció y a mí se me empezó a poner dura otra vez.
—Te has bañado —dijo el otro.
Sergio se limitó a asentir.
—¿Había mucha gente?
—Estaba petao.

—¡Dios, qué culo!

—Gracias.
El chico empezó a hacerle una comida de culo a mi Sergio que ya la quisiera yo para mí. Tras lengüearle a gusto hizo que Sergio empinara un poco más el trasero y se lío a comerle los huevos. Yo estaba que iba a reventar. Sergio, en cambio, parecía disfrutar de un modo sosegado. Tenía una expresión dulce en la cara. Casi me odié por haberlo iniciado en aquello. Sergio ahora se daba a todo el mundo menos a mí. Pero ese pensamiento no consiguió que perdiera la erección ni impidió que me fuera haciendo un pajote tremendo sin perderme detalle de lo que le hacía el goloso. Después de comerle los cojones y volver al culamen el chico pidió a Sergio que se diera la vuelta y cuando lo tuvo boca arriba se recostó sobre sus piernas y se amorró a su vergajo, que volvía a estar en pie de guerra.

Y así empezó a hacerle una mamada, muy despacio, disfrutando de su rabazo

sopesándole los huevos y metiéndole de vez en cuando lentamente un dedo por el culo que hacía que Sergio se retorciera entero de placer.
No vi acabar aquella mamada. Después de casi media hora me di por vencido, me dolían los cojones una barbaridad. Me corrí en silencio y con una abundancia que me dejo sorprendido y salí de allí tratando de no hacer ruido.

El fragmento que acabas de leer pertenece a uno de los relatos eróticos gays del libro Que no te vea pasar hambre.
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Tocándome en la calle



Dejé la copa en la mesa y lo miré a los ojos.
—Ha sido una mala idea venir a verme, Lían.
—¿Por qué?
—Porque ya he tenido suficiente muerte para una buena temporada. Quiero olvidarme de todo este asunto. Y tú no me ayudas.
—Es que no tienes que pasar solo por tu luto. Confía en nosotros. Nos apoyamos los unos en los otros. Se te hará mucho más llevadero.
—No vas a convencerme.
—Yo creo que sí. Y creo que esta noche vendrás conmigo a casa.

ERÓTICA GAY

—Lo llevas claro.
Entonces me sonó el móvil. Salvado por la campana, pensé.
Era Juancho.
—Ahora vengo —le dije a Lían, y salí del bar.
—¿Cómo va, tío bueno? —Me preguntó Juancho cuando descolgué.
—No debí hacerte caso. Yo no valgo para hacer de espía. La puedo cagar en cualquier momento y mandar todo tu trabajo a hacer puñetas.

—Tócate el rabo.

—¿Cómo?
—Disimuladamente. Tócate el paquete.
Miré a mi alrededor.
—¿Me estás viendo? ¿Ahora?
Dirigí la mirada primero a los coches aparcados y luego a las ventanas de los edificios cercanos.

—Tócate la polla —insistió.

Caminé unos pasos para alejarme del bar y me pasé la mano por la entrepierna con un gesto rápido y algo incómodo. Seguí buscando a Juancho por todas partes. Ni rastro.
—Tócate más. Mientras hablas. Nadie se fijará. Sólo yo.
Eso de que nadie iba a fijarse no me lo creía. Yo era consciente cada vez que un tío con el que me cruzaba se tocaba el paquete. Los ojos se me iban solos. Aun así, obedecí.

Me llevé la mano izquierda al bulto y me lo acaricié distraídamente

mientras simulaba que mi interlocutor, al teléfono, decía algo muy interesante. Claro que Juancho no decía nada, se limitaba a observar y respirar hondo.
Al cabo de no demasiado tiempo, y pese a mi inicial reticencia, mi polla empezó a reaccionar. El hecho de estar en la calle y que no dejara de pasar gente tuvo bastante que ver.

—Métete la mano en los huevos —me pidió entonces Juancho.

—¡Anda ya!
—Vamos. Hazlo. Como si te los recolocaras.
Miré a mi alrededor. Nadie parecía prestarme atención.
—¿Dónde estás? —Pregunté.
—No importa.
—Lo digo para no darte la espalda.
—Si te quedas como estás te veo perfectamente. Vamos.

Mete la mano por la cintura y sóbate los cojones

Pero de verdad. Por dentro del calzoncillo.
—No llevo calzoncillos.
—Uff, qué bueno. Vamos. Hazlo.
Esperé a que pasara de largo un matrimonio que venía por mi calle. A mi espalda había un portal. La luz de la escalera estaba apagada. En la acera de enfrente la gente entraba y salía del supermercado. Miré hacia el bar, a pocos metros hacia mi izquierda. Lían no se había asomado todavía a buscarme.
—Hazlo. Ya —ordenó Juancho.
Al fondo de la calle venían unos jóvenes y del otro lado unas chicas cargadas de bolsas del Zara, pero estaban todos lejos todavía, así que muerto de vergüenza pero muy excitado

Me metí la mano por la cintura del vaquero y me sobé la polla, dura como una piedra, y luego los cojones

—Sigue. Lo estás haciendo muy bien. Pásate los dedos por las ingles. ¿Tienes los huevos sudados?
—Un poco.
—Bien, bien… Sigue. Un poco más.
El grupo de jóvenes ya estaba demasiado cerca. Me saqué la mano disimuladamente del pantalón consciente de que mi erección era más que evidente.

Encima llevaba una camiseta ajustada que no servía para ocultarme nada el paquetorro

—Ahora huélete la mano.
Me imaginaba que me iba a pedir eso. Pero era más fácil que tocarse la polla en público. Me olí los dedos pensando que si había alguien más, aparte de Juancho, observando, ¿qué iba a pensar de mí? Qué vergüenza.
—¿Huelen bien? —Quiso saber Juancho.
—Mucho.
—¿A qué huelen?

—A cojones sudados. A sexo

—mentí, para darle más vidilla.
En realidad olía a gel de ducha, venía directo de la bañera.
—Ohhhh, te los chuparía ahora mismo, en la puta calle.
—Juancho… debería volver al bar.
—Espera… Me estás dando un pajote que no veas.
Volví a buscar a Juancho por todas partes. ¿Estaría dentro de un coche? Todos parecían vacíos y ninguno tenía cristales tintados. Lo más seguro es que estuviera detrás de una ventana, quizá mirándome a través de unos prismáticos.
—Me vuelvo al bar. Nos vemos luego.
Y le colgué. Aunque en realidad de lo que tenía ganas era de ir a donde estuviera haciéndose el pajote y poner la lengua debajo.
Me di un paseo hasta el final de la calle para que se me bajara la puta erección y volví al bar, donde me esperaba Lían.

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