Aquella misma noche me presenté en casa de Sergio con la intención de aclarar las cosas. De primeras no iba a comentarle que lo había seguido hasta la playa pero las cosas no salieron según lo planeado, cosa a lo que iba a tener que acostumbrarme, tratándose de él.
Llamé a la puerta a eso de las diez y me abrió en pelotas, lo cual ya me descolocó un tanto.
—¡Hola, Luis! —Dijo, bastante efusivo teniendo en cuenta que llevaba tiempo ignorándome.
—Estás desnudo.
—¿Quieres pasar?
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Se hizo a un lado y entré. Mi mano rozó su miembro sin querer.
—¿Ahora recibes a las visitas en cueros?
—Sólo a ti. Casualmente te he visto aparcar el coche. ¿Quieres beber algo?
Solo se me ocurría una cosa que me apeteciera llevarme a los labios en ese momento y no era una coca-cola. Pero había ido a su casa para hablar con él. Así que le pedí una cerveza y me senté en el sillón, tratando de no fijarme en sus atributos y mantener la concentración.
Sergio me trajo la cerveza y se sentó delante de mí, en la silla giratoria del ordenador. Abrió las piernas para que no perdiera de vista sus gordos cojones y su vergajo, que empezaba a ponerse duro. Me costó horrores mirarlo a la cara.
—Tenemos que hablar —dije, tragando saliva.
—¿Seguro? ¿No prefieres que te coloque esto sobre la lengua? —dijo, acariciándose el rabo lascivamente.
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—No —contesté, aunque no soné nada convincente.
—¿Quieres que me ponga algo?
—No, no hace falta —me odié por ser tan débil.
—De acuerdo. Te escucho —y se descapulló la polla que ya estaba completamente enhiesta y mojada de precum. —¿Te importa que me toque mientras hablamos?
—Estás en tu casa. No seré yo quien coarte tu libertad.
—Bien. ¿De qué quieres hablar? —Dijo, empujando su polla hacia delante, como había hecho en la playa para otros ojos hacía apenas unas horas.
—Precisamente de esto.
—¿De sexo?
—Bueno… admitirás que tu comportamiento es un poco extraño.
—¿Qué tiene de extraño? No estoy haciendo nada que no haya hecho ya contigo.
—Pero has pasado de mí como de la mierda, todos estos días. He intentado hablar contigo cuarenta veces y te has escaqueado.
—Mi mujer me ha dejado. Intentaba asimilarlo. No me apetecía nada hablar de ello contigo —dijo serenamente, mientras se magreaba los huevos.
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—Pues has cambiado completamente de actitud.
—Simplemente, lo he superado.
—Pues a mí me parece raro, qué quieres que te diga.
Sonrió. Y era, la suya, una sonrisa peligrosa.
Entonces se levantó y arrimó el tronco de su verga a mi nariz.
Me llené las fosas nasales de su olor, respirando profundamente.
—Entonces, ¿te parece extraño que te ponga la polla en la cara?
Afirmé con la cabeza, aprovechando para tocar la punta de su nabo con la punta de mi nariz.
—¿Te parece raro que te la restriegue por los labios? —Dijo, haciéndolo a continuación.
Volví a afirmar con la cabeza, con todos los sentidos puestos en su tranca.
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Me paseó el vergajo por toda la cara, me acarició los ojos, las mejillas y la frente con aquella enorme polla y me hizo cosquillas en los labios con el pelo de sus hinchados cojones.
—Pues a mí me parece extraño que no abras esa boca para comerte toda mi polla.
A mí también me lo parecía. Raro de cojones.
—Eso es lo raro —continuó, mientras seguía frotándose contra mi rostro. —Es antinatural. Aquí tienes mi polla. No tienes más que abrir un poco los labios y será tuya. Te mueres por comérmela, por hacerme una mamada tan profunda que te ahogues de carne.
Aguanté el tirón sin separar los labios pero disfrutando cada centímetro de su falo en mi piel
—Lo tuyo sí que es extraño —sentenció, y para mi desgracia volvió a sentarse en la silla giratoria, privándome de su tacto, su olor, sus latidos.
Estuve a un tris de rogarle que volviera a tentarme de polla, pero me contuve. Él me miró por largo tiempo, sin perder la peligrosa sonrisa y sin dejar de tocarse la verga.
Al fin me obligué a decir:
—Pero, ¿tú te acuerdas de la noche del parque?
—Claro que me acuerdo. Quien no parece acordarse eres tú.
Aquella noche no tuviste reparos en tragarte mi lefa.
Me comiste la polla con verdaderas ganas. Me corrí en tu boca, te llené de leche hasta las trancas y luego nos besamos.
Todo aquello era cierto, pero la forma de decirlo… Era como si me lo contara otra persona, no mi Sergio.
—¿Tienes un trastorno bipolar? —Pregunté de golpe.
Se rio. Buena señal, creo.
—Solamente estoy caliente. Como tú. Me pone caliente verte ahí sentado, intentando hacerte el duro, cuando te mueres de ganas de hacerme una de tus mejores mamadas. Me pone caliente haberte abierto la puerta desnudo y estar aquí acariciándome los huevos en tu cara mientras farfullas. Me pone caliente volver a verte. Lo estaba deseando, pero no era el momento.
—¿Y ahora es el momento?
—Bueno, estás aquí, ¿no?
—Estoy aquí —admití. —Pero he venido a hablar.
—Eso no te lo crees ni tú —dijo, incorporándose de nuevo y plantándome otra vez la verga en la boca.
No pude soportarlo y le di una chupada anhelante en el glande que me supo a gloria bendita. Él empujó las caderas y me llenó, como había prometido, la boca de carne ardiente y palpitante. Se la mamé. Se la mamé como si fuera mi último día en la tierra, con un ansia que me asustó. Sergio me dio polla y polla y polla hasta que dije basta y lo aparté de un empujón. Y volvió a reírse.
—Hazte el duro todo lo que quieras. Pero hoy no te vas a ir sin comerte mi lefa.
Hoy no me iré de aquí sin hablar contigo, me dije.
—Me correré —continuó.
—Un par de chorretones en la lengua, para que la saborees bien
y te descargaré el resto en la nariz. Sentirás mi espesa leche resbalando hasta tus labios. Y sacarás la punta de la lengua para recogerla.
—Hoy…
—Hoy. Ahora mismo. Lo estás deseando. No te resistas más, Luis. Sabes que va a pasar.
—Hoy… te he seguido hasta la playa.
El fragmento que acabas de leer pertenece a uno de los relatos eróticos gays del libro Que no te vea pasar hambre.
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